La Miseria y La Experiencia

Hace unos días que Mi Secretario camina con la mirada hacia el pasado. Él que siempre ha sido un soñador, se puso nostálgico. Lo que me preocupó más fue que dejó de hacer las cosas que tanto le gustan. Dejó de pasearse en su bicicleta y en cambio se dedicaba a leer mi periódico, a robarse de uno por uno los cigarros de mis cajetillas Marlboro 14´s, a ordenar absurda y obstinadamente las ideas y a podar y regar el jardín, pero sin hablarle. Yo que lo extrañaba me puse a leer sus escritos, sentado junto a la mesita colocada al lado del escritorio, también con la mirada cabizbaja; sorbiendo pequeños tragos aleatoriamente de cualquiera de las botellas amontonadas en el piso entre la mesita y el librero y habría continuado así, descubriendo que las botellas más vacías  contenían whiskies sutiles o vinos a punto de oxidarse, de no ser por su novia que me confundía con él y apoyando su mano en mi hombro me lamía la oreja con un beso ardiente.

Cuando menos lo esperaba me descubría paseando por toda la ciudad, arrepentido de haber elegido la cámara réflex de 35 mm en lugar de la Polaroid instantánea, retratando a todos los amigos de Mi Secretario que le enviaban saludos. Él, mientras tanto, se levantaba temprano cada mañana, llegaba puntualísimo a dar órdenes en el negocio familiar y resolvía todos los pendientes que nunca dejaban de serlo cuando yo los cuidaba, es que me daba miedo  que se olvidaran de mi si los remediaba y que, sin su independencia, nunca resolvía.

De aquella confusión, el mejor día que recuerdo es en el que amanecimos mareados del humo de las ochos cajetillas de cigarros que nos fumamos la noche anterior. Él contándome y dictándome sus memorias y otras mías, pero que en ese momento Mi Secretario ya concebía propias; yo pensando en la primera conjugación del gerundio al momento de anotar y anotando, entonces, la palabra: esdrújula, pues en ese momento no teníamos la capacidad para distinguir dónde iniciaba yo y dónde terminaba Mi Secretario; y escribiendo discursos y chistes para ser contados ante el menor indicio de aburrimiento o falta de conversación entre él y yo, o entre él y Confianza o ya en confianza entre cualquiera de nosotros dos con el primer desconocido con el que nos topáramos. Después me contó del procedimiento para fabricar incienso y durante más de media hora fue alquimista y me habló del olíbano y me contó que los somalíes lo utilizan como goma de mascar y no para las baritas aromáticas, y fue brujo con las recetas que me facilitó para ilustrarme el empleo del benjuí y la resina de pepino con pétalos de rosas para otras variedades  de inciensos; yo me le quedaba viendo, o él a mí, pensando más bien que todo aquello que recitaba tenía una relación directa con la combinación entre el paquete de papel arroz para forjar pitillos con tabaco a granel y el contenido de una bolsita misteriosa que guardó dentro de una pequeña caja que colocó al centro del escritorio. Antes que terminara, pues ya estaba cansado y un poco aburrido, yo le expliqué que el Señor Barrigas es un tipo fenomenal, tanto que no le importa apropiarse cualquier nombre en fin de que Verónica sea feliz, así una noche pasaba de ser Memo a Mao Tse Tung, a Panda o a Güero.

Además hablamos de la importancia con que se sienten las personas con sus carteras llenas de papeles, que habían dejado de ser billeteras pues los papales que las rellenaban no eran exactamente esos de lo que se emiten en el Banco de México y debatimos y conversamos y discutimos de muchísimas cosas más. Lo extraño fue cómo la tristeza, disfrazada de miseria, se metió entre nosotros y se sentó frente a nuestras narices y nos observó con lamento y nostalgia; mientras llegaban a nuestros oídos desde algún rincón de la habitación, las lentas y lamentables notas de Nick Urata, en forma de débiles ondas sonoras que intentaban aligerar todo aquello con su borroso color, que cantaba Dearly Departed. “A mí no me molesta” dije como Secretario; “yo ni la conozco” dijo mi Secretario, pero no dejó de mencionarme lo miserable que son muchos hombres a quienes se encuentra cada mañana transitando por la Calzada, todos ignorando a los árboles que tienen ahí años y años esperando que los vean, lo triste que son esos mismos hombres que caminan sin escuchar el alegre trino silvestre de los jilgueros y sin percibir la sonrisa de las personas felices, la sonrisa misma mía y eso me hace miserable –“a mí también”, dijo; además aceptamos con resignación la miseria de quienes la viven como estilo de vida.

Mi Secretario, dijo Mi Secretario, reprocha a los incautos que no entienden la diferencia entre este café muy caliente y la amarga acidez de un exacto espresso, extraído durante 10 segundos para obtener la mágica onza de aquel brebaje casi sagrado que al agregarle agua se converte en insípido café americano. Y mientras evitaba quemarse la lengua con su muy caliente café, se acordó con melancolía de la tarde en que un ingenuo e inocente pajarito le contó la historia del café americano y la simpleza de su nombre y le daba un sorbo y se calentaba la garganta y otro sorbo y se calentaba el estómago. “Pero bueno” dijo, y siguió escribiendo.

La miseria en que se introdujo fue tal que ya no era posible tampoco distinguir entre su miseria real y la miseria empáticamente adoptada de los demás, la cual me provocó tanto contratiempo, me dijo, y que al compartirla me ocasionó depresiones, despechos, frustraciones y casi hasta traumas, tuve que admitir. “Ah, pobre de mí”, le dije a mí Secretario. “¿Pobre de ti?”. “Pobre de mí, sí”. “Y de mí”. Y nos hundimos en un silencio que nada pudo interrumpir y nuestros pensamientos nos permitieron coincidir de nuevo en esa noche-eternidad.

Dándole vueltas a las ideas en la autopista mecánica de juguete en mi cabeza, intentando olvidar La miseria de la Filosofía, de la que Marx no gozó ni tanta experiencia, pero si mucha crítica, y pretendiendo también dejar de pensar en Pierre-Joseph Proudhon pues al igual que el libro de Karl tampoco había leído, ni pensaba hacer, la Filosofía de la miseria, encontré la mirada de mi amigo y compañero; la seguí y encontré la caja sobre el escritorio que estaba ya entre nosotros, a la cual claramente le estaba echando unos ojos.

En ella se guardaban lágrimas nunca lloradas y confidentes, nudos de garganta amarrados por Almirantes para instruir a los Grumetes, canciones dolidas de cursis serenatas, besos no entregados, suspiros secretos, miradas tímidas, historias –como la de mi Secretario- nunca contadas…

Esa cajita de madera cubierta con una excelente alforja metálica de pewter detallada con remates de diseños vintage al relieve, con su pequeño sol justo al centro de la tapa y forrada con terciopelo rojo en sus cuatro costados guardaba también cartas de amor y desprecio, escritas todas con el corazón en la mano, derramando sangre de tinta negra pero nunca entregadas; papeles fotográficos grabados con momentos inolvidables y fotografías mentales de eventos de los que nadie, nunca, debía enterarse. Flores marchitas, chocolates derretidos y polvo… sobre todo polvo, del que yo creía mágico cuando era niño, que cubría ese pequeño sol con forma de flor vista desde un ángulo cenital y que abrazaba toda la cajita con su pequeña flor-sol con pétalos desproporcionadamente pequeños que protegían los secretos de la caja, y los míos y los de mi Secretario.

De esa misma cajita se podían sacar besos robados, amores no correspondidos, ídolos imaginarios, monedas antiguas, cigarros caducados, ilusiones destruidas, promesas inalcanzables, ideales imposibles, sueños frustrados, corazones rotos, un pedacito de miseria capaz de agobiar al mundo entero y una cita adhesiva con un montón de experiencias pegadas a su alrededor. La miseria que se nos escapó de la caja era tan real que parecía feliz cuando salió volando como palomita fúnebre. Volando alrededor de la habitación cubrió de tristeza, vacío y desazón todos los rincones y nos llenamos de ella respirando el aire denso y el humo que fumamos. Sin ánimo la espanté a manotazos cada que pasó sobre mi cabeza. Y mi estimado amigo, entonces secretario, ni siquiera tuvo a bien enterarse de lo que ocurría mientras seguía fumando.

La saturación de vacío y la metamorfosis de la miseria me condujeron al absurdo de todo aquello. Y ese silencio insalvable terminó con un simple y seco “se me terminó el café.” “¿Quieres más?” “No muchas gracias, ya he tenido suficiente”. “Yo también, pero de todos modos voy por más”. –Ah bueno, dijo. –Ok, contesté y antes de levantarme del escritorio para dejar de ser mi Secretario anoté las últimas ideas, guardé los papeles a los que siempre les gusta pasear dentro del cuadernillo negro, me tomé los últimos tragos de su café, puse el punto final a la miseria y cerré el cuaderno.

5 comentarios:

  1. A la miseria. Ahora viene La Experiencia...

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  2. De igual tamaño de la miseria, en su transformación a experiencia, podrá ser el éxito y la felicidad?

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  3. la miseria es muy dura, pero siempre queda la experiencia es bella ?

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