Se va y se corre


Fue ahí justamente donde no encontramos a Jesucristo Superestrella.

No en el escarabajo, aquel enigmático bar al que Mi Secretario se obstinaba asistir para ir a beber, por ser, según él, el único en la ciudad de Guadalajara que tropicalizaba a su entero gusto el estilo inglés. Dicen que en otra época fue casa vecina de una tal María Félix, y esto le hacía creer que la atmósfera de una casa pública la habitaba, igualito que en el sentido inglés, según él, porque quienes ahora la poseen son unos borrachos a los que también les gusta mucho beber, igualito que allá, según él.

Al llegar nos instalamos en una mesa para veinte personas gracias a la destreza de la Abuelita de Mi Secretario. Más pronto que tarde ya todos tenían en la mesa, además de un tarro de litro de cerveza, una carta de lotería por la que habían hecho una aportación voluntaria de cinco pesos, pagados en efectivo, en moneda nacional, según constaba la pequeña boleta foliada que a cada uno le fue entregada.

“¿Ya pagaron todos su entrada?", preguntaba la viejita al publico en general mientras Matías pasaba de lugar por lugar para marcar la boleta, con el objetivo de que una persona no jugara más de un juego, o una mano, por aportación. A nadie le caía mal que Matías hiciera esto, o cobrara, pues todos lo veían como a un niño atrapado en el cuerpo de un adulto en gestión, y en general porque siempre creían que aquella añosa mujer era en realidad su abuelita. “Ya están todos Abuelita” le respondía y entonces empezaba todo.

Después de dos rondas por cada mesa en todo el lugar, se agenciaban su propia mesa y se ponían a contar, con habilidad de banqueros, lo recaudado. Luego lo repartían equitativamente entre todos, es decir entre ellos mismos. La parte de Matías, que a veces no tomaba porque su mamá no le daba permiso, lo guardaban como “Fondo para contingencias”.

“Lo que más me gustó de las dos rondas fue haberme ganado la última Mano, pensé que no me iba a tocar ninguna”, dijo Mi Secretario muy contento y abrazando sobre el dorso a la mano sentada junto a él. Octavio se puso de pie como queriendo decir algo, pero en lugar de ello caminó a la silla donde estaba sentada la Mano y la saludó respetuosamente: “Venga esa mano amiga” y extendió el brazo en señal de saludo. Cuando la Mano selló la amistad con un firme apretón, Octavio aprovechó la inocencia y se llevo la mano a la verga mientras decía: “Amigarrote!”. Todos se rieron, incluyendo a los comensales de otras mesas que no nos conocían, ni nosotros los conocíamos a ellos, pero que nos volteaban a ver y se sorprendían y comentaban la forma tan casual que la Mano tenía para sentarse, recargada en la silla, apoyada con dos dedos sobe la mesa; asintiendo o negando con el dedo índice su opinión sobre los diversos comentarios y hasta golpeándose una imaginaria pierna con alegría.

A señas nos explicó que era amiga de Pie Grande, que si existe. También nos dijo que su novia se llama Manuela.

“Mira, este wey tiene la mano peluda” -le dijo Mi Secretario a la Mano mientras apuntaba al Padrino- desde este preciso momento también ya puedes decir que eres amigo de la Mano Peluda”. Otra vez todos se morían de risa, incluyendo a la Mano, que se abrazaba la palma por el dolor abdominal que produce ser feliz. Nos platicó que el peor lugar para meter la mano no era “ese”, al que cuando éramos niños y la metíamos las señoras solían decir: “Tsst, niño! Déjese ahí”, sino en lugares apretados porque los raspones para ingresar le dolían mucho. Y que algo que detestaba eran las manos sudadas.

“Ah no, pero es que, que suden las manos eso si es parte de su anatomía –dijo el Padrino-. Y el único inconveniente que a veces tiene uno para meter la mano ahí, como tú le dices, es que tiene que ser a fuerza de lugares apretados.”

“Si –respondió la mano- pero que suden las manos por naturaleza y que a mi no me gusten, no son condiciones dependientes como para que a mi me guste.” Todos en la mesa valoraron su punto de vista y creyeron que tenía razón, asintiendo todos en silencio para si mismos.

Sorbimos los tragos dejados en los tarros de litro y pedimos la cuenta. Al salir sentí las primeras reacciones de una borrachera en los cachetes y en los ojos, aunque también las noté en las facciones de los otros.

La Mano nos condujo con maestría sobre el Folks Wagen rojo de la Abuelita. Realizaba los cambios con el dedo meñique cual piloto de F1. Con el anular controlaba el volante, con el dedo medio aceleraba como policía inglés, según Mi Secretario…

“!Ay si! –me dijo Octavio irónicamente- ¡Te sientes muy inglés!”

“Muy mi mano. ¿No?”, le contesté.

…y frenaba como agente de la GESTAPO en alto total, ante la perspectiva de la inminente derrota. El índice era simplemente clutch. Y con el pulgar se recargaba sobre la ventana abierta como renegado.

En la Cantina La Fuente las manos de lotería fueron fluidas y muy productivas. Estábamos tomando Coronas, comiendo charales y divirtiéndonos. Nos sentamos en una mesa ocupada por un negrito y un soldado, viejo coronel, amigos de toda la vida, quienes no se molestaron en compartir el lugar.

“No es tan complicado –decía el Padrino-. De hecho no es siquiera que no sea `tan´ complicado, sino que NO es complicado at all.” El negrito de ojos blancos y palmas claras como la arena de Varadero, observaba al Padrino con muchísima atención; el soldado simplemente era cortés y obedecía al pie de la letra su estatuto de respeto.

“Mira bien –invitó al negrito, mientras le daba unos tragotes a su cerveza Victoria, el Padrino la prefería sobre la Corona, y luego se clavaba de nuevo en sus grandes y profundos ojos blancos-, todo es materia: el envase, la cerveza, la etiqueta, la cerveza –y le daba otro trago-, la corcholata, la cerveza y la cerveza. O como el Delicado cigarrillo de este caballero –y le daba dos y tres caladas- `marías´ les decimos nosotros en México coronel –y le extendía de nuevo el cigarrillo-. O como estos otros del amigo de Mi Secretario, que por cierto hoy se dignó acompañarnos”. El Padrino estaba cotando los cigarros que quedaban en mi cajetilla, no me molestaba en absoluto que sintiera confianza para hacer eso, ni que tomara algunos, me caía muy bien.

“No seas cabrón deja esa cajetilla en paz.”

“Nomás es para ilustrar didácticamente la diferencia entre la materia y la anti-materia”, le respondió a Mi Secretario, mientras sacaba tres cigarrillos de la caja; uno lo encendió, otro se lo colocó como lapicera sobre la oreja derecha y el último lo escondió en la cartera. “Por si acaso” como el mismo dijo.

“Mira tú.”

“Bueno, como les decía –se volteaba ignorando a unos desconocidos que se habían sentado a la mesa; esa misma mesa que él y sus amigos se habían sentado tantas veces y ocupaban desde hace dos horas, que digo horas estaban ahí desde hace tres días, o quizá habría sido una semana, o dos temporadas de lluvia-, todo lo que conocemos como existente está compuesto por átomos acumulados que forman la materia; materia en mezcla adecuada para formar este otro envase de cerveza. Átomos de diversas categorías, yuxtapuestos para dar forma a la cajetilla de cigarros, a los propios cigarrillos que estamos fumando y compuestos a su vez de papel, tabaco y químicos, pero ahondar en los átomos de cada elemento nos extendería muchísimo.”

“Ahora bien –continuaba la Mano-, los científicos sostienen que la anti-materia existe, en el Universo, en igual proporción que la materia; pero en espacios muy lejanos entre si. Lo cual es deseable pues ellos mismos suponen que el encuentro entre materia y anti-materia provocaría una modificación espacial muy singular, lo que ustedes los humanos entienden como aniquilación.”

“Muchas gracias Manito –mientras le daba unas palmaditas en el dorso-, por tan digerible y bien expuesto contexto. Sin embargo –continuaba mientras seguía bebiendo y fumando de las botellas y cigarros de los demás-, lo que estoy tratando de decirles es que en realidad, es decir en la vida diaria, la materia y la anti-materia no se encuentran tan alejadas una de la otra. Para ejemplo está esta materia-Corona de Mi Secretario, que después de unos tragos automáticamente se convierte en anti-materia, pero eso sí, sin dejar de existir, pues cuando vaya al baño, ahí, aparecerá de nuevo.”

“El vino es mi sangre –dijo Octavio levantando su botella en alto- y la cerveza… mis orines. Eso me dijo una vez Jesucristo Superestrella, quien por cierto, ¿alguien sabe dónde está? ¿o a qué hora va a llegar?”

“Yo no. ¿Y tú?”, respondió mi Secretario preguntándole al Padrino.

“No. ¿Y tú?”, a Matías.

“No. ¿Y tú?”, a la Mano.

“Lo que diga mi dedo”

“Dice que no –interpretó el Padrino-. ¿Y tú?”, a Octavio.

“Pendejo, si supiera no hubiera preguntado.”

“¿Y tú?”, a la Abuelita que venía llegando del baño.

“¿Qué?”

“Nada –respondió el Padrino-. Pero antes de explicarles cómo llegar a ese místico lugar conocido como Anti-materia, donde experimentarán que su presencia se expande y que su espíritu es parte del Todo, quiero compartirles que la anti-materia existe en nuestro tiempo y nuestro espacio cotidiano más de lo que imaginamos. Por ejemplo: Si Octavio sigue fumando todos los días como regularmente lo hace y un buen día tiene el atino de ir a una revisión médica, se enterará que todos esos cigarrillos convertidos en anti-materia al terminar de fumarlos, lentamente se convertían en materia-cancerosa en su lengua. Que después de muerto por ese cáncer, su cuerpo-materia guardado bajo llave en un ataúd y encerrado por ladrillos en una lápida del Panteón Guadalajara, más pronto que tarde estará en metamorfosis eterna por transformar su espíritu-anti-materia…”

“O quizá sea –indagó la Mano-, el karma de Octavio al que está indefinidamente destinado, no porque no aprenda en cada trayecto lo que necesita para estacionarse en los cajones exclusivos de Visnú, Buda o Jesucristo Superestrella; sino porque su eterno retorno es precisamente la función para la que fue diseñado. Porque tampoco debemos ignorar que cuando pareciera que su cuerpo se convierte en anti-materia mientras se descompone y desintegra, pudriéndose en ese ataúd, en realidad como toda materia, sólo se transforma. Pero no es así de fácil, sino que los gusanos que se comerán sus brazos y tripas, dándose un banquete a la Octaviana, y las moscas que eventualmente le entrarán por la boca o por la nariz y que le saldrán por los ojos, o por las orejas, o por el cuello a través de un hoyo que ya le hayan hecho los gusanos, no serán otra cosa que él mismo; el mismo cuerpo de Octavio convertido de materia en anti-materia, convertido en materia otra vez, porque la descomposición de Octavio es el factor elemental para no dejar de existir. Además, cuando dejemos de compartir este plano terrenal con él y estemos muy plácidos con la panza caliente por la canelita y estemos también muy tristes y rezándole rosarios en el novenario que la Abuelita le organizará, no significará que Octavio haya dejado de existir, ni siquiera porque su alma ya no pertenezca a ese viejo y gastado traje. Y descubriremos, como en este preciso momento, que la relación espacio-tiempo-realidad es tan flexible y abstracta como para tener la oportunidad de compartir esta mesa. Pero no se apuren, hoy no vengo de Mano Pachona. Octavio no iniciará hoy su experimento”

“Toco madera”, dijo mi Secretario.

“Hago conguitos con los dedos”, remató Octavio.

“¿Alguien sabe qué hora es?”

Matías: “cinco para la una”

“Cinco para la una”, repitió el Padrino para él mismo. Y el tiempo volvió a ser y corrió y transcurrió y creció y murió.


“Zafo de manejar” dijo la Mano.

“Hijo mano –le replicó mi Secretario- con la borrachera que te cargas, zafo de que manejes.”

El Padrino volteó a ver al Diablo que se había aparecido entre nosotros y le anunció: “fíjate que acabamos de realizar una votación para elegir al candidato ideal para la ocasión y el resultado es que por unanimidad eres el ganador. Te toca ser el conductor resignado.” El Diablo volteó a ver directamente a los ojos al Padrino y la clavó una mirada que le atravesó el alma. El Padrino experimentó toda la maldad que había en él, transmitía que quería aventura. Mi Secretario se le acerco cautelosamente, con miedo podría decirse, y sobre el hombro le dijo al oído, como en secreto: “Pórtate bien cuatito, sino te lleva el coloradito.” El Padrino extendió la mano para darle las llaves al Diablo, ya disfrazado de Catrín, y en el momento en el que apenas se rozaron sus yemas el Padrino experimentó un dolor inexplicable.

“Es como si mi ropa fuera pulpa de limón y mi piel estuviera toda volteada, completamente al revés.”

Tampoco fue en el Templo Expiatorio donde encontramos a Jesucristo Superestrella, donde trabajaba por oficio bendiciendo y por obligación amando las nupcias de un sin fin de fulanos que desposaban a un número igual de menganas. Evidentemente era muy improbable encontrar a Jesucristo Superestrella a esas horas de la noche en su oficina notarial. A esas horas de la noche Jesucristo Superestrella era localizable en un bar nocturno y desconocido donde trabajaba los fines de semana hasta las tres de la mañana. O administrando los negocios de su papá, esos lugares con puertas triangulares de luz xenón ofreciendo la entrada al Paraíso. De cualquier modo pasamos afuera del templo, por López Cotilla, porque Mi Secretario quería gritarle “NO SE CASEN!!”, a las parejas que se formaban y dormían en la calle, formando una fila india, la noche anterior al día que se abre el registro para apartar las misas.

El bocho rojo de la Abuelita zumbaba por las calles, no como bólido, sino porque tenía todas las piezas sueltas, desde las bisagras de las puertas que habían vencido los vidrios de las ventanas y aflojado las manijas, hasta los soportes del motor, dos amortiguadores y el tubo roto del mofle. Además de por el peso de los pasajeros, por supuesto. El Diablo al volante, la Mano sentada en las piernas de su abuelita de copilotos y mi Secretario, Octavio Perenganito Pérez, Matías, Gregorio Samsa y la Dama en el asiento de atrás. La Mano abrió la puerta  para vomitar y sin que nos percatáramos se metió un borracho al bocho. No nos hubiéramos dado cuenta que venía entre nosotros sino no hubiera contado una tan bonita y detallada relación histórica y arquitectónica del Expiatorio. Y si lo hubiéramos bajado cuando lo descubrimos, tampoco nos hubiéramos enterado que JS no nos esperaba a pesar de haber acordado encontrarnos para recibir un frasco que le iba a mandar a Confianza. Continuamos por López Cotilla hasta la Avenida del Federalismo, luego doblamos a la izquierda para encontrarnos con Hidalgo, pero tampoco estaba, -según el Borracho- se había ido con JS.

La hija de la Patria, es decir la Avenida Hidalgo, era un burdel hecho y derecho, es decir de pies a cabeza. No era comprensible cómo el bocho de la Abuelita se había convertido en una limousine tan pronto entramos en la rambla, es decir que no era comprensible por qué circulábamos por aquella calle que en ese momento era putonal.

“Querrás decir peatonal.”

“No. No querré decir peatonal. Sino pu-to-nal”, les respondí. Y es que todos los peatones, o mejor dicho “las” peatones, eran putas pululando de aquí para allá, y de allá para mas allá. “Y digo “las” –continué- porque un gran número de esas putas son en realidad putos, es decir homosexuales disfrazados de mujer, hombres-mujer, es decir putos-putas, ofreciendo la entrada o el retorno al Edén a través de los hermosos arcos que forman sus suculentas piernas.”

“Chale –dijo el Sr. O-, muchas de estas viejas tienen mejor vista que la mía”, entonces se dibujó una leve sonrisa en el rostro del Sr. D, la cual nos transmitió una enorme satisfacción y deseo de ir hasta el exceso. Veíamos animas flotando en el ambiente, agonizando, penando de dolor. Sin embargo, alcanzábamos a escuchar entre sus lamentos un pequeñísimo grado de placer al repetir eternamente “…lo volvería a hacer…”, “…lo volvería a ser…”

Entramos al Mercado Corona como unos simples mortales, salimos como los mismos mortales pero sin alma, pero llenos de hierbas y encantamientos. “Yo no sabía que hoy era sábado de brujería –dijo el Sr. S-. Hasta conseguí casi regalado esta copia profana de los Papiros de Oxirrínco.” En la puerta de la entrada nos reencontramos con nuestro guía de turistas, el Sr. D, quien ya nos esperaba. “¿Cómo les fue –nos recibió-.” “Nos sentimos un poquito vacíos, pero nada comparado con la gran satisfacción.” “Si, todos conseguimos algo.” “Mira, por ejemplo yo conseguí más tiempo de vida y vitalidad para ir a cojerme a todas esas putas.” “Yo conseguí dinero para poseerlas a todas.”

“Les solicito que no se expresen de ese modo de las mujeres, sobre todo en presencia de una dama –nos dijo la Dama, sentada en las piernas del Sr. S, que le recorría los muslos y la entrepierna como si fueran carreteras. La Dama nos mostraba a todos su piel blanca, suave y tersa como las nubes del cielo, nos ofrecía sus pechos que sabían a los de la primera novia, dulces y delicados.

“Las mujeres no tienen dignidad –masculló el Sr. B-, para colmar este vacío fue inventado el titulo de dama. Su vanidad se dirige a lo que ella supone de máximo valor, es decir, el mantenimiento, aumento y reconocimiento de la belleza corporal, como alguna vez dijo un filosofo”, pero nadie lo escuchamos excepto Matías.

“Disculpe que lo contradiga Sr. B, pero lo que usted refiere es obsoleto en la actualidad y yo personalmente me inclino por las nuevas ideas, como las de aquel otro filosofo que también dijo: la tragedia de las mujeres es que tienen que vivir en un mundo y que en ese mundo haya otro con quien es inevitable entrar en relación aunque ésta tenga que quebrar la pura quietud del centro interior.”

“Matías, no seas mamón.”

“Matías, el Sr. P tiene razón, no seas mamón. Tu filosofo, ¿era filosofo o era astronauta?”

“Yo no lo había dicho por eso” dijo el Sr. P.

“¿O era un poeta frustrado y puñetero?” apenas pudo preguntar el-la Sr(a) M.

“¿O era marihuano?” preguntó el Sr. O.

“Además, si era hombre ¿él qué sabe de la pura quietud del centro interior?” preguntó la Dama.
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“¿Eh?! –preguntó la Abuelita-. Contesta.” Pero Matías no respondió.

De vuelta en Bocho rojo de la Abuelita, que a pesar de ser modelo 96 nos parecía tan viejo como el mismo tiempo, estábamos más apretados que nunca desde que lo compró; la música en la radio nos alegraba el corazón, por lo que aquella emulsión humana resultaba agradable. Mientras pasamos por la Merced le preguntó mi Secretario al Diablo, “¿No se te pone la piel de gallina en tu pata de gallo, cuando pasas por aquí?” “Hace muchos años, los pobladores de esta ciudad empezaron a perder a sus vivos y encontrar a sus muertos, me sorprendí como pocas veces en mi vida. No sabían qué hacer con ellos, no sabían dónde ponerlos. Entonces yo, como buen Diablo, les sugerí que plantaran a sus muertos en la tierra para que creciera un bosque, pero no me entendieron y a cambio construyeron un cementerio. Era increíble, nunca habían escuchado hablar de cementerios; de hecho la palabra cementerio no la conocían, para ellos el desarrollo de los cementerios fue un proceso original, creían que nacían de ellos, lo que los confundió haciéndolos creer que habían sido realmente ellos mismo quienes los inventaron –nos contaba colorado de emoción-. Gracias a eso es que tengo varios negocitos pactados sobre la tierra de la Merced, provenientes de allá, del tiempo en el que entonces todavía era un panteón. Entonces no, querido Secretario, no se me pone la piel en  mi pata de gallo como de gallina.” Cambió el radio a la Amplitud Modulada, “para sintonizar unas viejitas pero bonitas, para que la Abuelita, quien es mi invitada especial, no se nos aburra.”

Antes de salir de la putonal el Borracho se bajó. “Yo me quedo en el andén de putas, que para eso vine yo y vinieron ellas al mundo. Recuerden que el primer mandamiento bíblico dice: amaos y multiplicaos.” La Dama se bajo en la esquina siguiente, estaba dispuesta a vender su alma con el fin de ajustar el precio que debía pagar para ser siempre bella. La Mano ya se sentía mejor, la caminada le había servido para estirarse y tronarse los dedos. “Siento como que me pegó un aire –nos dijo-.” Octavio estaba entero, su gran capacidad de bebedor la venía cultivando a lo largo de su vida. El Padrino venía muy animado, cotando chistes y cantando. Mi Secretario se asomaba por la ventana, ensimismado. Matías tenía sueño y la Abuelita de mi Secretario ordenaba sus cartas de tarot, tenía la impresión de haber perdido algunas.

Entramos al túnel de Hidalgo y Mi Secretario dijo: “me gusta más la entrada a este túnel cuando circulas a más de 90 Km./h y te aumenta la expansión rítmica de cierta arteria, que produce el aumento sanguíneo que impulsa cada contracción del ventrículo izquierdo. Eso que conocemos más comúnmente como pulso.”

El alumbrado del túnel funcionaba por fracciones, por momentos bloques de 15 a 20 lámparas sonrojaban la cebada en nuestros ojos y en nuestras mejillas, luego de pronto nos encontrábamos volando sobre una calle estrecha y larga dentro de aquel túnel completamente oscuro; cuando ingresábamos al bloque de lámparas apagadas la avenida no nos conducía a ningún lugar, era una curva eterna. Mientras circulábamos por las secciones iluminadas, la realidad no era más que sólo eso. Y otra vez, justo cuando el VW se encontraba completamente, cuando hasta el último tornillo del vehículo entraba al área sin luz parecía como si flotáramos en una galaxia sin soles ni lunas, ni estrellas, y perdíamos todo contacto con la ciudad y parecía que podríamos perdernos, pero de pronto, como si nunca nos hubiéramos ido a donde se nos diera la gana, estábamos de vuelta en el túnel. Y de pronto otra vez no, y al túnel otra vez.

“¿Qué pasaría si nos chocan cuando apenas vamos entrando a la anti-materia?” –preguntó el Padrino.

“O antes de salir de la realidad” –dijo mi Secretario.

“¿Cómo puedes asegurar que salimos de la realidad y no que entramos en ella?” –arremató Octavio.

“¿Cómo pruebas lo contrario?” le contesté.

“Sencillo –dijo la Mano-, lo que pasaría es que Octavio, Mi Secretario, Matías, el Padrino y la Abuelita, que van sentados todos atrás, sufrirían esguinces de diversos grados en cuello, cadera y cervicales. Mientras yo, el Señor Barrigas y la Sirena seguiríamos nadando en el fondo del mar. Pero ¿qué pasaría si chocamos ya que entremos a lo que el Padrino llama anti-materia?”

“Nada”, -dijo el Señor Barrigas, a quien habíamos recogido en la sala de su casa. El Bocho entró al vacío y el Diablo nos condujo sobre una pista de colchones gigantescos, del tamaño de un estadio de fútbol. “Como podrán apreciar nuestros cinturones de seguridad están recubiertos con partículas de nube, si las bolsas de aire se llegaran a activar contendrían el impacto al llenarse de algodón. Aún si el choque fuera muy brusco y ocurriera una volcadura, tampoco nos pasaría nada pues aquí nuestro interior está lleno de felpa y nuestros brazos y piernas son elásticos e inquebrantables gracias a que nos alimentamos con ligas. Pero ¿qué pasaría si chocamos cuando regresemos al túnel?”

“Nada Señor Barrigas, no pasaría nada pues usted seguiría aquí leyendo en su sofá y la Sirena seguiría viviendo felizmente apretada en la tina de su baño.”

“¿Y qué pasaría si…?”

“Ah! Amigo Secretario, eso sería terrible porque no contamos siquiera  con cobertura que cubra y proteja daños a terceros. Lo que significaría que tendríamos que romper todos nuestras alcancías para pagar nuestras fianzas.”

Lo que sucedía después es que cada vez que regresábamos al túnel nos pegaba la borrachera con su puño cerrado directo en la cara. Entonces el Diablo aceleraba el Bocho para regresar lo antes posible a la Oscuridad. Ahí el Padrino se convertía en Mi Secretario porque no conocía, y mucho menos dominaba, el arte de la alquimia, Mi Secretario era a su vez, nada más y nada menos que él mismo. Entramos en un largísimo y apretado pasillo, con cientos de puertas, las puertas no tenían letreros como las del estepario, ni las nomenclaturas de una habitación de cualquier hotel cinco estrellas; las paredes, lisas como espejos, estaban tapizadas con papeles de diseño vintage, de color violáceo; las paredes eran tan altas que se perdía su perspectiva de paralelidad, el techo del pasillo eran las nubes de un cielo oscuro, el ambiente más que macabro, era enigmático. Decidimos ingresar a través de la primerísima puerta y salimos en la sala del Señor Barrigas, lo encontramos sentado en un cómodo sillón, leyendo un libro, extasiado por el canto hipnotizador de una sirena. Se encontraba completamente en trance, al grado de no darse cuenta que saludó dos veces y con el mismo entusiasmo e ímpetu a Mi Secretario y a Mi Padrino-Secretario. Sus barbas eran largas como el conocimiento, el pelo enmarañado como estropajo. Ahí estaba sentado con su enorme porte y serenidad. Nos contó que a los 23 años se embarcó en una lancha pesquera en el Puerto de Vallarta. Sufrió una terrible borrachera, producida por la falta de hábito al oleaje, aderezada con una colorida vomitada. En ese viaje fue cuando se enamoró de verdad y por primera vez. “Era una muchachita de alta mar –decía como hablando sólo-, cuando salimos a divertirnos por primera vez, la pícara me dio un mapa para encontrar su tesoro. Me cautivó.”   Se ensimismo durante cinco minutos y nadie dijimos nada, el silencio era ensordecedor. Hasta que, sin motivo previsible, se levantó del sillón y nos metió al televisor.

“Ahora yo los voy a llevar”, dijo extasiado el Padrino, apretó las manos al volante y aceleró. Su mundo era aparentemente cotidiano. Las tiendas de abarrotes abrían a las 8:00 antes del meridiano y cerraban a las 11:00 de la noche, como siempre. Los operados de la ruta 622 se peleaban por el pasaje, pasando como tanques de guerra por la Calzada Independencia, haciendo de la simple y cotidiana experiencia de trasladarse de cualquier punto de la ciudad a cualquier destino un safari. Los usuarios se encontraban en tierra de nadie, donde se gozaba o se sufría con la música, apretones y agasajos que incluían el pasaje. Ahí se podía encontrar de todo: plumas de 3X10 pesos, lámparas, chicles, cacahuates… Las señoras salían al mandado a la misma hora y en el mercado encontraban todo en el mismo lugar, al mismo precio, en el mismo puesto, donde el mismo despachador lo había colocado después de haber ido a surtir, con sus mismos proveedores, a la misma central de abastos, donde todo, también, seguía igual. Era un mundo donde vivían amas de casa que veían telenovelas. Era tan aparentemente normal, que había grandes empresas y consorcios donde trabajaban miles de empleados y obreros. Era un mundo donde las transacciones de cualquier tipo eran cotidianas, donde los periódicos se imprimían todos los días; donde los ingenieros eran aburridas en apariencia; donde los científicos eran devaluados. Era tan delicada su similitud con la realidad y normalidad que hasta los adolescentes se enamoraban con gran intensidad, era normal usar desodorante. En este mundo, como es de esperarse, casi nadie se preocupaba por los caracoles, era un mundo en el que casi nadie, tampoco, se preocupaba por detalles tan mínimos como valorar si al día siguiente va a despertar, porque despertar era una necesidad natural y casi obligatoria, porque casi todos tenían que llegar puntuales a sus trabajos, de no hacerlo sería despedidos, naturalmente, y entonces ya no tendrían dinero para abonar o pagar las cosas que no necesitaban pero gracias a las cuales su vida podía ser normal. Entonces se preocupaban y le agregaban estrés a sus actividades, lo que no es diferente en nuestro mundo y porque es una condición natural, y se provocaban accidentes. En este mundo, las personas se esforzaban por ser mejores cada día, aunque cada día hacían lo mismo, es decir, esforzarse para ser mejores cada día. Lo peculiar del mundo del Padrino no provenía de que las personas no se emborrachan con tequila, ni del hecho de que en él aun vivieran creyentes de Dios y no, mucho menos, porque los niños fueran inmunes a las enfermedades, o porque JS respondiera su teléfono celular siempre y la primera. No, porque nada de lo anterior ocurría, ni es diferente a lo que ocurre en realidad. Lo particular era el peso del tiempo, que se acostaba con todos sus kilos en el regazo de todos, y hacia que cada uno de los habitantes de este plano experimentaran cada segundo de su existencia como lo que era. Por ejemplo, los corredores profesionales eran plenamente conscientes de que a cada paso la vida se les escapaba por las suelas, los niños sabían cada mañana que estaban un día más cerca de convertirse (o no) en lo que querían ser cuando fueran grandes, los señores conocían con exactitud el momento en el que sus cosas necesitarían mantenimiento: el coche, la regadera, las rodillas, su gastritis… El panadero sabía con precisión el momento en el que los birotes estaban todos cocidos; el peso del tiempo lo soportaban todos, no había nadie que no pudieran entender cómo es que los cuidadores del Zoológico podían determinar el justo momento en el que aterrizaban los aviones en las pistas del Aeropuerto Internacional Benito Juárez; para cualquiera era una condición natural poder determinar, cual astrónomo especializado, el tiempo exacto, la altitud y latitud de la nube que inició la lluvia, y plasmarlo sobre un plano cartesiano. Todo esto era normal en este mundo. Lo anterior se debía (o no) en que la noche en que Papá-Padrino le hizo el amor a Mamá-Madrina supo con exagerada precisión el momento en el que eyaculó. Al parecer la eyaculación se cargó, además de con los millones de espermatozoides, con la precisión del orgasmo de Papa-Padrino. Y es que Mamá-Madrina sintió la lucha que literalmente encabezó el espermatozoide-Padrino que fecundó su óvulo. El espermapadrino se incubó sabiendo que algún día se convertiría en el Niño-Padrino que estaría destinado a enterarse siempre del momento en que sus pelotas se poncharían, o el momento en que morirían sus mascotas, o en el que saltaría de tajo y por completo de la infancia a la adolescencia. Esa eyaculación marcó de tal modo este mundo, que todos sabíamos que el momento de abandonarlo era ahora.

“¿Padrino cómo te sientes de haber matado a tus hermanos?” preguntó sorprendido Matías.

“Yo no he matado a mis hermanos. Yo no tengo hermanos.”

“Claro que sí… `pero no´-se metió Mi Secretario-, claro que sí –continuó Matías-. Ahí a donde nos acabas de llevar yo presencié cómo lanzabas latigazos cuando fuiste espermatozoide. Le cortaste la cabeza a una hermana. Atropellaste a tu gemelo, que arrancó antes que tú la carrera. Te burlaste de tu hermano cojo. Extendiste la cabeza para saludar al hermano manco. Aquello fue un circo romano, donde fuiste rey y decapitaste a todo gladiador y adversario. Todos eran tus enemigos. Todos eran tus hermanos. ¿Cómo te sientes? ¿Eh?”

“Asesino” dijo Octavio, entrecerrando los ojos como detective.

“Bastardo” dijo el Diablo harto de placer.

“Caín” dijo Mi Secretario, reprochando.

“Mal parido” dijo la Abuelita para no quedarse sin decir nada.

“Desheredado”

“Abusivo…”

“Bueno así como lo ponen si está feo –se defendió el Padrino, que era un bonachón-. Pero la verdad es que es instinto natural y al fin y al cabo cada uno de ustedes hizo exactamente lo mismo y por ello están aquí.”

Así nos pasamos la noche, visitando el Infierno como invitados especiales del Diablo, ni Fausto nos llegaba a la altura, ni Virgilio nos hubiera guiado de tal manera. Viajando a las vidas pasadas de la Abuelita, en las que había sido bruja, monja, artista… Conociendo las realidades paralelas de Confianza. Indagando el subconsciente de Matías. Durmiendo en la almohada como Octavio, hasta que el túnel de Hidalgo se nos terminó. El día ya había comenzado, no sabemos si el sol, que ya estaba prendido como foco en el cielo, se sorprendió al vernos tanto como nosotros cuando nos descubrió esa mañana. Lo que si sabíamos es que ese era el mejor lugar de la ciudad para despertar.

El clima era cálido como los brazos de Confianza, el ambiente de la ciudad era amable, se podría decir que pocas veces se estaba mejor que en ese momento. Este habría sido un estado ideal, de no ser por el intenso sabor a fierro en la boca, provocado por el exceso de cerveza. Paulatinamente nos dimos cuenta que a pesar de nuestro estado de bienestar, nuestra apariencia no manifestaba los mismo, parecíamos enfermos. Teníamos los ojos rojos por la desvelada, los labios resecos, como los surcos en los ranchos arenoso durante la temporada de secas, el pelo enmarañado, los ojos hundidos y apestábamos a cigarro. Nuestras voces era roncas y secas. Aún así nos sentíamos alegres y animados. A pesar de este estado de confort en el que nos encontrábamos, una incertidumbre aterciopelada nos arrancaba la modorra.

“¿Cómo llegamos aquí?” preguntó Matías.

“No sé” respondieron Mi Secretario y el Padrino.

Cuando Octavio descubrió que algo no estaba bien dijo: “Ah cabrón!” “¿Qué pedo?” respondió en automático Mi Secretario. “Saco con el dedo, porque con el pie no puedo –replicó el Padrino sin percatarse siquiera que algo faltaba-. Tengo hambre, vamos a comer.”

Nos fuimos a las nueve esquinas a desayunar birria. Organizando la mano de lotería fuimos un fiasco, un fracaso total; por suerte Matías contaba con el “Fondo para contingencias”.

Para nuestra fortuna, mientras caminábamos a una tienda para comprar cigarros Delicados –a petición de Mi Secretario-, y de regreso a una de las bancas que rodeaban la fuente en la diminuta plazoleta de las nueve esquinas se encontraba una gitana que leía manos y adivinaba el futuro.

“Ustedes han perdido algo muy valioso –nos dijo justo cuando pasamos a su lado-. Ese algo es la representación de una fuerza eminente, fulminante e inevitable; la totalidad de la vida –era una excelente vendedora, nos intrigó desde el principio-. Soy experta en ciencias ocultas, yo puedo decirles qué es ese algo que les hace falta por veinte pesos.” Nos volteamos a ver, esperando a que alguien tomara una decisión. Octavio puso cara de incredulidad y apatía. El Padrino estaba satisfecho después de comer y le era indiferente. Matías no sabía que pensar. “Yo si le entro”, dijo Mi Secretario, aceptando más porque encontraba aquella coincidencia como una divertida casualidad, que una solución real. “No es una cuestión de casualidad como tú y algunos de ustedes piensan –le dijo místicamente a Mi Secretario, mientras le estiraba el brazo para llevar la palma de su mano a diez centímetros de sus ojos-. Se creen todavía muy jóvenes, por eso no estiman el valor real de lo que les fue dado y perdieron en un descuido. No fue una casualidad, tampoco, que coincidiéramos este mañana.”

“Bueno ya estuvo bueno de tanto misterio. ¿Qué debemos hacer para recuperar nuestra perdida” la retó Octavio.

La gitana lo interpretó como tal y no contenta respondió: “Lo único que pueden hacer es intentar recuperar lo que perdieron, pues nunca lo tendrán de nuevo. Nunca lo recuperarán. Ya no les será palpable, ya no lo podrán abrazar, como podían ayer en la noche. Sólo una vez en la vida se nos da la oportunidad de vivirlo. Deduzco que, de algún modo, ustedes supieron utilizarlo a su favor, pues aún están aquí, con vida.”

El Padrino estaba intrigado. “¿Qué quiere decir?” “Espérate, no la interrumpas –se metió Octavio, renegando-, que termine de decirnos cómo le vamos a hacer para recuperar a la Abuelita para poder largarnos”

“De veras tienen suerte de seguir con vida –continuó la maga-. Sólo dos de ustedes merecen más de mi tiempo, pero antes de que el tiempo se les acabe deben continuar. Tienen hasta el día de mañana, al mediodía, para encontrar a su abuelita. Como la perdieron todos juntos, en grupo deben seguir su camino.” “Mi mamá se va a preocupar si no llego a dormir a la casa otra vez” dijo Matías. “Pues te chingas” le respondió el Padrino. “Lo único que pueden hacer para intentar recuperar lo perdido, es seguir sus pasos. Si de verdad la quieren encontrar, deben regresar por donde vinieron. Ah! Pero eso sí, deben hacerlo literalmente al revés. Así que mientras tenemos de nuevo nuestro encuentro inicial, ustedes deben caminar hacia atrás para llegar a un vehículo rojo que dejaron estacionado a tres cuadras de aquí, luego deben subirse en él en el orden contrario a como se bajaron, despertar, encenderlo y echarlo a andar en reversa.”


“No te vayas abuelita, quédate más tiempo conmigo.”

“No puedo mi niña, tengo que irme porque vengo acompañando a unos muchachos. Debo guiarlos por el camino de la luz.”

La Abuelita y la Sirena se despidieron sabiendo que no se volvería a ver por mucho tiempo.

“Señor Barrigas, ¿sabe por dónde se fueron los muchachos? Si, su Secretario, Mi Secretario y los demás. Muchas gracias, eh. No debo perderlos de vista, me costaría muy caro. Me dio mucho gusto saludarlo.” Salió de la sala, pasó por el recibidor y desapareció por un espejo. Lo que ella no entendía era porque seguía en el recibidor, en lugar de en el túnel con todos, en el bocho. Y menos comprendía porqué a través del televisor del Señor Barrigas se descubría a si misma en una película donde era llevada al Infierno por el mismísimo Diablo, en su propio carro. O donde ella misma conducía a un grupo de desconocidos a sus vidas, o mejor dicho a sus muertes, pasadas. Se sentó en uno de los sillones de la sala para ver la película y tomó un recipiente lleno de palomitas. “Mire Señor Barrigas, ahí fue cuando me ahorcaron. No sabían si quemarme o apedrearme hasta morir; así que decidieron ahorcarme, dejarme colgada cinco días y después quemarme. Se me terminaron las palomitas, ¿usted quiere más?” Pero el Señor Barrigas no respondió, seguía en su trance, viendo eternamente la pantalla de su televisión como si estuviera completamente solo, como si no hubiera escuchado su voz o notado a penas su presencia. Además la parte que seguía era su favorita, se la sabía de memoria. Veía la película todos los días, a la misma hora, como si siempre fuera la primera vez, aunque inexplicablemente supiera siempre cuál era el desenlace de aquel drama. Sin tomárselo personal, se levantó y se dirigió a la cocina, fue entonces cuando recordó que debía encontrar a los otro. Sin darse por vencida, la Abuelita decidió meterse por todos los espejos de la casa, suponiendo que quizá el Señor Barrigas podía haberse confundido con las indicaciones que le había dado antes.

En e primer lugar que apareció fue en la almohada de Octavio. Pero Octavio no estaba ahí esa mañana, pues no había llegado a dormir, andaba de parranda con ella y los demás. Se quedó dormida y cuando despertó estaba otra vez en la sala del Señor Barrigas. Fue y se metió en el espejo del baño para salir del otro lado como una veloz y frágil neurona del cerebelo derecho de Matías. Como una de esas neuronas que los científicos saben que existe, pero no lo han podido demostrar. De esas que componen la esencia del hombre, eso que se llama alma. La que a veces se les escapa a los doctores en las salas de urgencias. La que vuelve al corazón de un amante cuando su amor es correspondido. La de la sabia naturaleza, que respeta la vida del hombre, ese ser con la capacidad de deducir que existe algo superior a él y con la complementaria incapacidad para actuar en consecuencia. Un ligerísimo golpe que se dio Matías con el vidrio de la ventana del bocho, además de la nube de humo que flotaba en el interior del carro, que iba matando lenta y paulatinamente las neuronas de todos, fue suficiente para desconectarla y llevarla de nuevo a donde empezó. Calculando la probabilidad estadística para atinarle al plano correcto, tuvo la ingeniosa idea de colocar los espejos uno frente a otro, generando un abismo entre ellos, formando una habitación infinita. Para reducir al máximo el margen de error, tuvo a bien colocar otro par de espejos enfrentados para formar un cuadro donde sólo estuviera ella. Eran miles, que digo miles, millones de Abuelitas dentro de aquel reducido espacio. Cada reflejo contenía a una Abuelita y ésta proyectaba a su vez, los millones de reflejos, al punto en el que la Abuelita no supo cuál de todas ellas era la real. Fue entonces cuando se dio cuenta que ya se encontraba el mundo de los mundos paralelos de Confianza. Fue entonces, querido amigo, cuando comprendió todo lo que le contábamos de esa mujer.

Esa mujer, era una mujer como todas las demás: única. Pero esa mujer, además de ser una mujer única, era de las que sabía que había sido tocado con la gracia del Dedo de Dios. Lo que la hacía aún más única. En el momento en que entró a su mundo, Confianza se estaba dando un baño. Tenía calor. La Abuelita con sus manos huesudas palpó la tersa epidermis de Confianza, era suave como la piel de un bebe; pegajosa, castaña y adictiva como la miel de abeja. A la abuelita no le sorprendió encontrarse pensando simultáneamente en ochos ideas, entre las que más le preocupaban eran perfeccionar los darmas durante sus ejercicios de yoga y en arreglar el mundo. La Abuelita que era más diabla por vieja que por bruja, tomó conciencia de si misma, como era de esperarse, y notó que Confianza sabía desde siempre acerca de su existencia y que la acompañaría hasta el final de sus días. Y todavía un poco más, hasta que sus huesos se pudrieran. Confianza, que era más bruja por diabla que por tener un alma muy vieja, había estudiado la muerte mucho tiempo atrás. Salieron de la casa, rumbo al consultorio de Confianza, muy animadas, habitándose mutuamente. De los dedos chuecos de ambas se disparaban hechizos y conjuros benefactores. A raíz de su alegre monólogo interno, y sin darse cuenta, cargaban con energía a las personas, daban esperanza a los afligidos, despertaban la lujuria de los libidinosos. Pareciera como si todo lo que hicieran, fuera bueno para la humanidad. Por otro lado, la Abuelita conoció a todos los hijos de Confianza. Esos que nunca parió, resultado de sus embarazos imaginarios, pero que eran tan reales como que no le llegaba la regla, hasta que cualquier tarde, nomás así: plop!, “le bajaba”. A través de los ojos de Confianza pudo conocer cómo la veían de fuera, lo que le provocaba una confusa satisfacción, se sentía temida y deseada. Estar solas, con ellas mismas, no les representaba un problema existencial. Ellas podían estar consigo mismas sin ningún problema. Para la Abuelita de Confianza era muy placentero vivir en este mundo, a través de esta vida; pero de repente se encontró con los millones de Abuelitas solitarias, cada una de las cuales tenía su tristeza parada al centro de su cuarto de espejos, aún sin saber cuál era la real. Inmediatamente recordó que debía encontrar a los muchachos. Lo último que le quedaba era recurrir a un experimento: dar vueltas y vueltas en una interminable borranchina. A pesar que podía quebrar los espejos, no le preocupaban los siete años de mala suerte para nada, pero sí tener que transmitir una pesadilla especial al Señor Barrigas para que no le fueran transmitidos a él. Descubrió que dando la borranchina podía ser todas las Abuelitas al mismo tiempo, las reconocía a todas imitándola. Pero cuando ya no pudo mantenerse en pie, por el mareo, no supo a dónde fue a dar.

Aquel romántico lugar apestaba a baño público. Caminaba por calles baldosas, bonitamente ornamentadas con aquellos edificios exquisitos de estilo gótico, parecía como si la realidad fuera de color sepia. Alcanzaba a escuchar en el silencio el jazz que provenía de una consola. La noche era fresca y comenzaba a hacer frío. Metió sus manos chuecas por la artritis, en las bolsas del abrigo negro que Confianza le había prestado antes de volver a salir, le bastó encontrar un trozo de papel arrugado, en la bolsa izquierda, que decía

10 Av du Perenal de Gaulle.
94240 L´hay-les-Roses
line 7 to Ville juif Azapou & then
take bus 172:

para saber que estaba en Paris. Como era una romántica y el aire, además de heder, se respiraba bien, decidió perderse por la ciudad. Una calle cualquiera, como la Rue de Bagnolet, le parecía como extraída de los libros de Mi Secretario y colocada ahí, frente a sus ojos. Entró a un restaurantito sobre la Rue de Clingnancourt, donde se comió las mejores papas a la francesa, de toda su vida. Llegó entrada la noche a la dirección anotada en el papel. Ahí vivía un amigo de Mi Secretario, quien no se parecía para nada a cualquiera de los personajes de Cortazar. Entró  con su propia llave y sin hacer ruido se fue a dormir. Despertó recostada sobre la gran Puta de Oriente, en el Paris del Este, donde lo único que quedaba de francés eran unas cuantas fachadas de las casas que ostentaban el nombre de la concesión. Esa tarde la tenía libre, creyó. Así que decidió dar un paseo desde Huaihai Zhonglu hasta Huiaihai Donglu, dio vuela por Xizang Lu en dirección a Nanjing Road para verificar que the Ever Bright City estuviera shiny shiny, como debería. En el numero 290 de Xizang Lu tomó un acensor para ingresar a un cinema en el séptimo piso. Cuando salió ya se habían hecho las siete de la tarde y la ciudad estaba modorra, se encontraba en un mar que de plata sólo tenía el nombre. Tomó un colectivo, que al dar vuelta en la primer esquina se encontró en el cruce de la peatonal y Lavalle. Se bajó y tomó un taxi. “¿A dónde la llevo, señorita?” “A la Plaza Dorrego, pero apresuráte que voy re-tarde.” Se pidió un platón de jamón serrano, queso, aceitunas y una botella de Malbec y se sentó a leer una historia de la agenda que estaba escondida en el bolsillo interno del abrigo. Ah querido amigo, si tan sólo supiera usted que a veces me confundo de agenda y se lleva a la casa la suya, en lugar de la de la mía; y que no satisfecho me siento además con la libertad de hojearla y leerla. La abrió al azar y encontró un relato que contaba en una simple historia cómo conoció a Jesucristo Superestrella. Al alzar la mirada del librillo, ya se encontraba en nuestra oficina, amigo Secretario.  Debe saber usted también que la Abuelita abrió un cajón del escritorio y sacó también su agenda amigo. Y que también la abrió al azar, y que también husmeó por sus intimidades. Unas hojas más adelante encontró la pequeñísima e insípida reseña a los Girasoles de Van Gogh, la que usted mismo guardó del calendario exfoliador aquel lunes 7 de noviembre. Agarró sus botellas amigo y las probó todas para elegir lo que deseaba tomar. Se dirigió a su armario, vieja metiche, y al correr la puerta, por supuesto que se encontró con sus frascos de homeopatía; seguían colocados de forma que un almacenista las hubiera guardado. No satisfecha fue más lejos querido Secretario, detrás de los frascos vio el montón de botellas de dos litros que usted celosamente cuida, con sus etiquetas todas de Coca-Cola, llenas hasta el cuello como a usted le gusta almacenarlas, de  ese líquido mágico, de color pálido y amarillento. “`Tomar 10 gotas c/12 hrs´ –leyó del primer frasco-. `Tomar 15 gotas antes c/alimento´ –ojala se anime a probar alguna, por fisgona-. `Untarse 10 mililitros antes de dormir´ –fue leyendo en las etiquetas rotuladas de los frascos preparados-.” Al salir de la habitación, en la sala, encontró a los muchachos.


“En el regreso por nuestros pasos –Confianza-, Mi Secretario, Octavio, Matías, el Padrino y yo, fuimos en busca de tu Abuelita.”

Fuimos, Confianza, a la época en que fuiste niña y empezabas a creer que podías cambiar el mundo, cuando todavía no sabías que si hubieras querido hacer otra cosa, no habrías podido cambiar nada, pues tu estrella natal te había designado esa misión. Los astros habían designado para ti, también, que cuando fueras esa niña de siete años tu cuerpo fuera como un palo de escoba y que de las plantas de los pies a tu poro más alto en el casco del cuero cabelludo, midieras tan sólo un metro y catorce centímetros. Pero los astros, Confianza,  se habían alineado con esa intención para que descubrieras que la altura que realmente importa es la distancia que se mide entre una idea o un sueño que nacen en el corazón y la punta del cielo. Y esos mismos astros te habían hecho descender de una abuelita biológica que moriría cuando tenías 21 años, ¿te acuerdas?, lloraste porque descubriste lo que significaba una pérdida; y para que no te sintieras tan sola te otorgaron el derecho de convivir con una de tus abuelitas cósmicas. Y ese es el problema Confianza, que no la encontramos. A tu abuelita. Se nos perdió en la casa del Señor Barrigas.

“Por eso es que no vine a dormir anoche, por andarla buscando. El viernes en la noche salimos a cazar una experiencias, pero la cosa se puso como que quería y pues ya ves. Tu Abuelita era la que más nos animaba, se organizaba unas manos de lotería que, si tu supieras, a todos nos convenían. Por cierto la Mano te envía saludos con una palmada amable, así como ésta. Y en el túnel de Hidalgo, no lo vas a creer Confianza, pero tu Abuelita nos abrió unos portales que sólo ella conocía, decía; y nos perdimos en el tiempo. Pero ahí tienes que el túnel se nos terminó y despertamos en el bocho. Y tu abuelita no estaba. Entonces una gitana… no Confianza, no son mentiras las que te estoy contando, te juro que todo eso pasó. Una gitana, te digo, nos dijo que no la íbamos a encontrar, que lo único que podíamos hacer era intentar recuperarla y que para eso lo único que podíamos hacer era andar nuestros pasos para atrás. No te enojes Confianza… no era una vieja bruja, era una gitana, te digo; y no, no me leyó la mano. Todos estábamos entregados en nuestra empresa de recuperar a tu abuelita cósmica, pero tú sabrás como cualquier otra persona que haya conducido por la Avenida Hidalgo, que entrar al túnel en reversa, por la parte de enfrente, un sábado de quincena a la una de la mañana, es algo particularmente complicado. ¿Cómo que porqué fuimos hasta el sábado? El viernes se nos había acabado, además tu Abuelita nos dijo que para nosotros los portales iban a estar abiertos desde las 12, ya sabes como le gusta la mistiqueada y por eso eligió la media noche, pero también nos dijo que regulado como expendio de cerveza, antes de esa hora no había entrada. Ya ni tuvimos tiempo de buscar a JS para que nos diera el frasco que te iba a mandar y darle las velas que le enviaste. Aún así lo intentamos Confianza. De eso, pero de eso nada más, no te debe entrar duda alguna, de que lo intentamos. En una de nuestras intentonas yo mismo fingí, donde comienza el túnel, por González Ortega, una aparatosa fractura en el tobillo para congestionar el tráfico. Pero lo que nos daba tiempo en realidad, era el melodrama que montábamos Matías y yo. Los carros no se detenían para nada, a pesar de circular más despacio, eso sí. Nos volteaban a ver con cara de apuro, como queriendo ofrecer ayuda. Ah!, fueron tan gentiles, nos gritaban que nos quitáramos, -Quítense pinches fantoches- y nos emocionábamos más; nos gritaban que nos moviéramos, -A chingar a su madre…- y agregaban –putos…- o –pendejos…-. Nosotros interpretábamos los claxon sonando como aplausos y ahí vamos otra vez, pero la gente ya no nos creía nada y menos se paraban y más rápido aceleraban. De muchos modos Confianza. Te estoy dicie… Te estoy diciendo que lo intentamos de muchos modos. Por eso… Pero… Es lo mismo que estoy diciendo! No es fácil poder aceptarlo. No, nadie está diciendo eso. ¿Eso qué tiene que ver?”

“¿Entonces de qué estás hablando?”

“No. Encontramos. A. Tu. Abuelita. Y que si llego hasta ahora domingo es porque me la pase toda la noche buscándola. ¿Verdad weyes? Es más, hasta debería tener algo de gratitud, en lugar de amenazarme con esos ojos de pistola.”

“En serio, ¿de qué estás hablando? Tu Abuela se quedó un buen rato esperándolos cuando salió del baño, pensó que habían ido a comprar unas cervezas para el camino y que iban a regresar por ella. La encontré con un frasco de homeopatía con una etiqueta que dice: PACIENCIA tomar 5 gotas c/20 min. Nos tomamos un chocolate juntas y mejor se fue a dormir. Al día siguiente la lleve a su casa. Que estaba preocupada, me dijo, yo creo que quiere saber cómo está su Bocho. Y que le avisaras cuando llegaras.”

Los otros usos de la bicicleta


Cuando Mi Secretario salió de casa por segunda ocasión, con el lonche bajo el brazo y sintiendo la fortuna que ello produce, no sabía lo que los astros habían prescrito ese día de gloria e infamia para él. En aquella fría mañana de otoño sentía Mi Secretario también la capacidad para realizar cualquier acción que se propusiera, o efectuar cualquier cambio por difícil que pareciera, o cumplir cualquier promesa que efectuara. Y sintiendo, sobre todo, el aire helado que le entraba directamente por los cachetes recién rasurados se acordó del día que le enseñó a Matías a cambiar un balero.

Ball bearings, se llaman en inglés” le instruía mientras desmontaba la llanta y desarmaba el eje y la masa. “Pero hay unos japoneses, otros alemanes y sobre todo unos italianos que son mejores. Pero,  ahora que podemos afirmar que tú lo sabes, todo el mundo ya lo sabe. Aunque a veces el asunto es ser malinchista, sobre todo sincréticamente con estos gringos.” Matías lleno de juventud, y de la inquietud que siempre la acompaña, ya había desmontado y desarmado el eje de la llanta delantera y vuelto a armar y montar dos veces mientras Mi Secretario aceitaba proverbialmente, cual mecánico experimentado, las llantas de cabo a rabo según eso para que se deslizaran mejor y tomaran mayor velocidad; y los puños y los frenos para obtener un agarre más suave y un frenado más ligero. Cuando terminaron de armarla habían colocado las palancas y los pedales donde debía ir el manubrio, un asiento a cambio de cada diablo, -“ahora tenemos un triciclo” le dijo contentísimo a Matías-; una estrella de la Constelación de Orión en el poste de los pedales porque la cadena bajaba por la tijera, recién afilada, hasta la estrella de mar de la rueda delantera donde daba vuelta hasta el eje trasero, con su balero nuevo. Los reflejantes de los rayos se los pusieron como lentes de sol y el cuadro lo habían colgado en la pared más alta y larga de la sala para acompañar el retrato de la mesita de la esquina para que, como ustedes ahora, todos lo vieran. Los cangrejos los metieron a un balde con agua y tierra y moscas muertas para que no estuvieran tristes mientras los llevaban de regreso al mar. Las zapatas las guardaron por si las ocupaban después y el desviador se lo pusieron a un free way de Los Ángeles. Mientras Matías estaba distraído, Mi Secretario aprovecho para guardar los parches en la sección de la cartera destinada para los preservativos. “Uno nunca sabe. Y menos con estos chamacos de ahora” pensó.

De camino, pues, a su toma de protesta como Presidente ante la junta del Secretarismo International y con su bicicleta nueva, no creía que algo pudiera ser distinto a su plan. Mientras divagaba en el camino sobre las sombras y la burocracia divina pensó en el día que Dios dejó de ser Dios y comenzó a jugar ser niño. Entonces el Niño Dios, por el mero gusto de ser Dios, emanaba de su mano dadora un montón de regalos para obsequiar el día de su propio cumpleaños. Entre los regalos favoritos del Dios Niño estaban las canicas porque se acordaba de cuando era niño dios y jugaba con ellas en la tierra del espacio. Cuando lograba impactar con un asteroide cacalota a un planeta canica las podía quebrar y formar un mosaico de constelaciones, por eso era el tiro que más le gustaba intentar. Cuando no le daba a ninguna se creaban supernovas de colores. Así lo hubiera visto el hombre desde la tierra, si alguno hubiera existido cuando Dios creaba el mundo y el universo jugando a las canicas. Y si alguien hubiera existido entonces, habría sido testigo de cómo se llenaba de brillos la atmosfera y se habría maravillado con las nubes del cielo que se llevaban noticias de la tierra y traían historias de otros mundos.

Dios a veces jugaba a ser Dios cuando estaba más grandecito, e inventaba historias sobre él mismo. En algunas de ellas aparece barbón, porque sabe que así es como le van entender. En otras se presenta disfrazado con un traje de ocho manos, con ochos piernas y seis cabezas para que así le tengan devoción. Y a veces hasta en canciones y bailes y dos o tres justificaciones más o menos creíbles para los sacrificios que se harían en su nombre. Pero ya como jovencito, lo que más le gustaba a Dios era jugar con su bicicleta, no con la que se creó con los primeros dos planetas que se encontró para utilizarlos como ruedas, sino con la que diseñó muy apropiadamente con ejes para las subidas galácticas, con esa a la que le puso meteoritos en las ruedas para aligerar el esfuerzo y a la que le ideó unos cometas para agarrar la mayor velocidad posible en las bajadas siderales. Esa bici era la favorita de Dios, la que tenía una luna como dínamo para iluminarse el camino cuando se metía el sol y que no le sirvió de nada la noche que dando la vuelta en la esquina del sistema solar cayó en un hoyo negro y apareció en una dimensión de la que ya no se acordaba que había creado, ni por qué, ni para qué, y de la cual tampoco se acordaba cómo regresar. “Yo creo que por eso la bicicleta es la creación favorita de Dios” pensaba Mi Secretario. “Y estoy seguro que si Adán hubiera tenido una, el paraíso habría estado completo.” Y es que él estaba completamente convencido que si la bicicleta hubiese existido en la tierra desde la creación de los tiempos, indiscutiblemente no sólo la historia en la Biblia, sino toda la Historia, sería distinta.

Hablaríamos de la chueca bicicleta del homo erectus, o de las llantas de piedra de los cavernícolas mesolíticos, o del desarrollo de conceptos que el hombre necesitaría si la tuviera mientras desarrollaba sus primeros asentamientos y la agricultura. Para los niños sería más fácil y agradable aprender en la primaria cuando les explicaran que Mesoamérica fue particularmente poblada por la influencia de la bicicleta. A los estudiantes en las preparatorias se les enseñaría que cuando Troya cayó los troyanos fueron los más felices por la gran cantidad de bicicletas que pudieron construir cuando desmantelaron el caballo. A los ingenieros se explicaría que la bicicleta del Rey Arturo fue forjada con la misma aleación de metales que la de Excalibur, igual que la Mordred pero menos mágica que la de Merlín, y que en su cuadro llevaba la misma leyenda que la vaina: “mientras la llevéis no perderéis nada de sangre, pero un día llegará una mujer en la que confiáis y os la robara.” Para cualquiera habría sido mejor saber que Newton desarrolló la teoría de la gravedad al irse de bruces, o que Galileo Galilei desmenuzó sus teorías mientras pedaleaba a la Universidad de Pisa. Por su parte Jesús habría sido un niño más normal al jugar con sus amiguitos a los policías y ladrones en lugar de ir a intrigar y contradecir a los sabios y ancianos sacerdotes del templo, quienes a su vez habrían sido más sabios y menos ancianos. La bicicleta habría sido perseguida y condenada por los inquisidores, habría sido grandiosa durante el Renacimiento, habría sido mal interpretada durante la Revolución Industrial y nuevamente revalorada al final de la Segunda Guerra Mundial, recuperando su lugar en la nostalgia a partir de su propia y genial interpretación cuando actuó de bicicleta robada, junto con Enzo Staiola, en el Ladrón de Bicicletas.

II
Lo que aquella fría mañana de otoño le dolía Mi Secretario no era no haber sido él quien inventara la “Laufmaschine”. No. No envidiaba al barón Karl Friedrich Christian Ludwing Freiherr Drais von Sauebronn ni por su nombre, ni por su draisiana, ni por su máquina de escribir para 25 letras. Tampoco le dolía que Macmilan fuera de un lugar con un nombre tan chistoso y tan macmilan como era el de Dumfries, ni que su invento haya sido atribuido a un tal Gavin Dalzell quien, aprovechando el descuido de Kirkpatrick de no agenciarse el Ducado correspondiente que avalara la autenticidad y originalidad de su idea, fue considerado durante medio siglo como el inventor de la bicicleta de pedales.

Esa mañana, en la que Mi Secretario hubiera enviado cálidas ondas de afecto con sus guantes de piel caprina forrados con poliéster si en el camino se hiera encontrado al Señor Barrigas, no le dolía como en otras ocasiones que su propia barba no fuera tan abundante, tan larga, tan espesa y tan sabia como la de Jonh Dunlop. No le dolía que a sus allegados no les importara en absoluto, y menos en lo particular, que no supiera nada del Periodo de El Obeid. No le dolían los raspones en los codos, no le dolía la contusión en la rodilla, ni le dolían los moretones que todavía no le aparecían. No le dolía siquiera el lugar de la frente donde le brotaría un prominente chipote al mediodía. No le dolía, tampoco y aunque era difícil de comprender, que sus ojos no fueran ya más la ventana de su alma; ni que esa ventana fuera remplazada, desde aquella mañana, por su nueva sonrisa chimuela. Ni le dolía haber perdido el diente incisivo central superior izquierdo, lo que es igual al diente número 21 desde la perspectiva del cuadrante de la nomenclatura dentaria u Odontograma, ese diente que lo acompañaba desde los seis años de su alegre vida y que tantas veces sí le había dolido cuando mordía las paleta de hielo debido a que los tubulos dentinarios se le encontraban expandidos y ellos no traían guantes que le calentaran los impulsos al nervio, o que sí le había producido dolor y se había puesto sangrón cuando se mordía la lengua comiendo tacos de frijoles con queso, o cuando se mordía el labio como si estuviera aprendiendo a comer conchas de pan bañadas en leche. Nada de eso le dolía; ni se imaginaba, tampoco, que le dolería la segura imposibilidad de cambiar el lugar o el tiempo de su caída, no sólo porque hubiera preferido caer en los brazos de Confianza en la noche, no sólo porque habría sido más afortunado caer en la mesa de Jesucristo Superestrella donde todas las cenas eran sabrosas y bastas y llenas de vino ante la incierta certeza de saber si sería la última, o sólo porque caer en la tentación de la gula y la lujuria era más divertido y satisfactorio. Le dolía no poder modificar la línea que había trazado su vida para hacerlo levantarse ese día y rasurarse esa mañana y caer en ese momento frente a Octavio y Matías. Le dolía no poder cambiar para la posteridad las sonoras risas y los burlones comentarios que desde entonces le harían, le dolía no poder cambiar el tamaño de sus sonrisas, le dolía que ellos se sabían recompensados por los dioses, le dolía no poder dejar de pagar cada una de las veces que él mismo había encaminado la atención para estallar de risa por la noche en que Matías se meó en los calzones, o para mearse de risa por la ocasión en que Octavio se echó un pedo en un momento muy inconveniente, le dolían las calcomanías rotas y la pintura levantada que dejaba ver el hueso del cuadro, le dolía el orgullo recién peinado, le dolía la Ley del Talión y ya le empezaba a doler una costilla también.

Se levantó del piso. Vencido. Lentamente y sacudiéndose la tierra mientras se reincorporaba. Cuando estaba completamente de pie, Mi Quejumbroso Secretario vio venir de algún lugar en el espacio, de la calle que lo recibió esa mañana con los brazos abiertos, flotando en el aire limpio y fresco de esa calle que Mi Dolido Secretario pisoteaba a diario junto con todos los otros transeúntes y automovilistas y perros y pájaros y hormigas; vio venir, pues, de algún lugar de la esquina donde todavía estaba riéndose Octavio, sin ganas pero aun riendo, y recorrer de punto a punto la calle donde debía colocarse una glorieta con una sensible escultura en honor al Secretario Caído, la palabra “Que” con cada una de sus letras riendo también; vio el “Que” de color blanco y tridimensional que mostraba su textura de anuncio de plástico; vio venir la palabra de ladito con sus oídos y en dirección a él. Y la palabra “Que” venía seguida por una viñeta onomatopéyica que coloreaba con efectos de caricatura al “madrazo!” que estaba al centro. En ese momento nuestro Héroe Secretario era el personaje principal de una historieta de manga shōnen, donde las risas del Villano Octavio –“Jajaja, Secrerman ha caído” se regocijaba el en medio plano el Villano Ocatvio. “Es nuestra oportunidad, jajaja” en la siguiente viñeta el Malvado Octavio en close up- quedaban enmarcaban en los recuadros interiores de las viñetas diagonales, donde los “Jajaja, jajaja. Sí” del secuaz Matías (quien era la mente maestra del mal) no podían salir de su globo de diálogo, el cual no podía separar de su cabeza. Las risas de los malvados se perdían hasta el inicio de su amistad. Secrerman en plano medio corto, que no tuvo tiempo -por limpiar el lavabo del baño luego de rasurarse- de beber su licuado de naranja con guayaba y papaya endulzado con miel que le daban sus súper poderes, no estaba listo para volar; en un plano detalle el diente tirado en el piso; Secrerman nos contaba la aventura del día que cayó “Crash”, y se sobó “Uy!”, y se enojó “Chingado”, y se prometió vengarse “Me vengaré”; la historieta de él y su amor imposible por Confianza “Oh, Jeff… I love you too. But…”, de Confianza hermosa y rubia, de Confianza con sus largas piernas y su corta minifalda y sus ojos sobrenaturalmente grandes en la viñeta rota, con su escote apretado y prominente, de Confianza sobre dos planos panorámicos que explicaban a detalle la situación generalizada en un solo vistazo y de la interminable lucha de Secrerman por resguardar el dominio y orden de sus pensamientos, que era el mundo entero.

Después de asimilar que algo no anda bien en su cabeza se subió a su Laufmaschine y se fue, o eso pensó él. Apenas había pedaleado diez veces y llegado a la siguiente esquina cuando su confusión lo obligó a detenerse. No entendía cómo era posible que sus orejas pudieran ver los cansados “prrrruuut… pprrrruuuuuuuuutt” rodeados de humo que salían pesados de los escapes de los camiones urbanos; o cómo era  que si hasta entonces nunca había visto con sus propios ojos a alguien que pudiera decirle que veía con los oídos los “click, click, click” de la mano de cambios para aumentar la velocidad, por qué él sí podía hacerlo en ese momento, o el “croc” de la cadena al cambiar de estrella para buena fortuna y para aligerar la marcha. No sabía por qué eran  para sus oídos tan familiares los vibrantes “prrrrriiiit, prrrrrrrrrrrriiiiiit” de las motocicletas, o tan conocidas todas y cada una de las gangosas notas que salían de la boca de Edith Piaf, que a veces se resbalaban por su garganta y otras se atoraban en sus cuerdas bocales y que ese día Mi Secretario veía entrar a través de los audífonos, una a una, por sus oídos.


Cuando entró a la Sala de Juntas experimentó un enorme placer interno. Lo sintió deslizarse como agua desde del inicio de la nuca hasta la cadera y bajar después a brinquitos por las nalgas y masajearlo por las piernas hasta donde termina el talón e inicia la planta del pie.

Los elegantes secretarios conversaban entre sí, vestidos todos con sus trajes recién recogidos de la tintorería, con sus camisas almidonadas, con sus líneas trazadas como fronteras, y con sus corbatas que unidas todas entre sí formaban el caleidoscópico vitral del rosetón del Templo Expiatorio. Las hermosas secretarias se fascinaban con el enorme espejo que mandó poner Mi Secretario, para desde ese día multiplicar por dos el número de asistentes a las reuniones. Se elogiaban entre sí, y con gracia se hacía observaciones para alagarse mutuamente: “Hola guapa”, “Ese color te favorece muchísimo”, “Hola Linda”, “Te ves súper en forma” “Que tal Nena?” iban y venían de muchas partes y entraban aleatoriamente por el oído derecho e izquierdo de Mi Secretario. El espejo, que también había sentido fría esa mañana, se sentía elogiado con los piropos, pues todas las expresiones chocaban en su reflejo. Fue así, con el frío que sintió el espejo, como Mi Secretario descubrió que la sinapsis efectuada por sus neurotransmisores le enviaban descargas químicas intracelulares que le permitían descubrir que las faldas de las secretarias estaban calientes y que los zapatos de los secretarios estaban apretados, al tiempo que le entraban por las orejas las palabras pintadas con labial de la Secretaria de la Junta que retomaba el orden del día, o el “trap... trap… trap… trap…” de las llaves que el Secretario Tesorero guardaba en su bolsillo y que chocaban, al dar cada paso con la pierna izquierda, con las monedas de dos y cinco pesos con las que pagaría su té verde. Los impulsos táctiles le llegaban por los ojos y sintió el brillo de la mesa; sintió su suave, firme y larga superficie plana; sintió en los soportes su seguridad y la estabilidad que aportaba a las conversaciones de la reunión; sintió su gusto por saberse útil; sintió que a la mesa le gustaba mucho ser mesa y que platicaran sobre ella. El color entre rojizo y anaranjado de la madera era cálido, animado, acogedor y al color de la mesa le alegraba poder acostarse sobre ella el tiempo que quisiera y abrazarla a su antojo lo mantenía con vida. Al centro de la mesa se encontraba un grande florero del que percibió la frescura del viento y la oscuridad de la noche; sintió el orgullo de las lilis y la galantería de su prima hermana la casa blanca; sintió la atención de los girasoles y la curiosidad de las margaritas y la felicidad de las mariposas que cuando salieron de día de campo pasaron a visitarlas y la alegría de las abejas que utilizaban los pétalos de capa y las anteras como cama king-size. Sintió el reuma de la alfombra y sus doce años, sintió su sueño de volar en otros cuentos más famosos y de enredarse con otros tapetes. Sintió el ligero peso del tiempo en el polvo.

A más de la mitad de la junta, cuando Secrerman vio el “clap” “clap” “clap” “clap” entrar por debajo de la puerta anunciando los pasos del camarero que traía los desayunos de los Secretarios Poliglotas y de sentir lo entumido que tenía el brazo por cargar la charola con trece platos, una jarra de jugo de manzana y otra de café, descubrió el aroma del limón partido en cuatro cuando lo probó. “Eso sí” dijo y lo voltearon a ver los socios que estaban más cerca. Para entonces ya no le impresionaba oler con la lengua el perfume dulce, acaramelado, del pan integral y la tierra de los granos; o reconocer con sus pupilas gustativas el tufo a procesado y almacenado del salami. El queso no olía a nada, ni a refrigerador, a pesar que lo paseó por toda la boca para respirarle el gusto; las verduras le remitieron sin duda la pestilencia de un trapo sucio con el que el cocinero se había limpiado las manos antes de colocar el pepino rebanado y la zanahoria rayada sobre la lechuga italiana de su Club Sándwich. La esquina de servilleta que alcanzó atrapar en la primer mordida  le reveló el inconfundible aroma de los papeles higiénico baratos. Emocionado con la feria que sus sentidos le estaban ofreciendo, se sintió muy tentado a lamerles el cuello a las Secretarias Kayan para repasar la tabla periódica y descubrir cuál mezcla de hidrocarburos y alcoholes o fenoles generaban el mejor deseo de seducción traducido en perfume;  o chuparles los sobacos a los secretarios deportistas para conocer cuál era la marca de desodorante que huele mejor y dura más. Mordió un bolígrafo esperando ser el primer secretario del mundo en descubrir el olor de la tinta al probarla, pero no lo logró. A cambio consiguió una de esas grandes manchas, de las difíciles de remover de cualquier superficie. Frustrado por no poder experimentar y aburrido con el tema de una compañera secretaria que no dejaba de hablar, ni dejaba hablar a nadie, fue por primera vez consciente del olor de sus dientes. Por primera vez olfateó la fragancia enlatada de su carrillo; olió la grasa de su paladar duro y sus rugosidades; olió el perfume de flores rancias y amarillas de su paladar blando y hasta imaginó el olor de su cráneo sin necesidad de buscarlo con su foramen naso palatino. Las amígdalas le apestaban a formol y a vinagre. La base de la lengua le olía a almohada y el frenillo lingual a besos entumidos. Los conductos de Warton olían a lo único que le podían oler, a baba. El periostio olía a hueso amarrado y los ligamentos a plástico. Su rafe olía a los dientes de Confianza y su úvula a azufre. La lengua, con sus siete músculos olía dulce y salada, amarga y ácida. Los estreptococos hedían a caries y los gramn negativos a la putrefacción de la orgía bacteriológica que le producía el mal aliento. Su diente recién quebrado olía a la desmineralización del esmalte y su dentina al removedor empleado en los talleres de serigrafía para limpiar los bastidores. Y los pelos de su lengua, porque sí, Mi Secretario tenía la lengua llena de pelos como todos los demás, olían a humedad y a caspa y a puntas quebradas


Cuando salió de la Sala de Junto sintió un abrumador alivio. En el camino de regreso a casa, montado de nuevo en su bicicleta, recibió el cotidiano y estrepitoso devenir de la ciudad. Vio volar sobre los árboles las ondas sonoras de las sirenas de las ambulancias y los colores opacos de las voces gastadas de los vendedores ambulantes en las consecutivas esquinas. Vio el ruido mecánico de los motores que inundaban con neumáticos el caudal de las avenidas. Sintió la incandescencia de la luz del sol sobre los hombros y el apretado y cansado concreto hidráulico que carga toneladas de un instante a otro. La marcha forzada de los estudiantes que ingresan a las aulas a las siete de la mañana, seguido del paso redoblado de los niños de las primarias que entran a las ochos y la frenética carrera de los padres de familia y demás trabajadores que tienen que checar antes de las nueve. El civilizado hormiguero donde desfilan las señoras obreras amas de casa cargando sus 15 kilos de frutas, verduras y carnes. Recibió de golpe la presencia de los zánganos sociales que sólo aportan la continuidad de la especie de niños pidiendo limosna en las ventanas de los coches detenidos por el semáforo sargento.

Sentía viva la ciudad; con las vías respiratorias limpias a esa hora del día y evitándole los bochornos de las horas pico y con las arterias de circulación fluidas manteniéndole estable la presión. Sintiéndose vivo él mismo también, reiteró las propiedades del agua a cada trago que daba a su bidón. Olió con la punta de la lengua el fresco aroma de la yerbabuena sintética de su goma de mascar y el adictivo olor de la dextrosa natural. Y de repente saboreó en sus manos el metálico e insípido aluminio del manubrio. Maravillado con las posibilidades que esta nueva fusión sensorial le ofrecía se apresuró a llegar a casa para probar palmo a palmo los dulces senos de Confianza, sabor a pera. Para degustar a puñados el duro algodón de azúcar que era el pelo blanco del Señor Barrigas, para probar a manos llenas todo lo que tenía al alcance, empezando por la vetusta y echada a perder cadena que se zafó de la estrella. Continuando con la llanta sabor a ligas y a basura. Concluyendo con el salado líquido que limpió de su frente al terminar. Quería saborear cada centímetro lineal del amor dejado en la cama, las perillas de caramelo de las habitaciones; esperaba descubrir el suculento sabor a flan del sofá y el burbujeante y juguetón gustillo del televisor. Ansiaba disfrutar el exquisito maridaje de sus libros sobre los estantes, con sus pastas de oblea y sus hojas de hojaldre. Quería devorarse de una sentada su periódico de moreliana. Y regresar a Confianza, siempre regresar a Confianza, para comerse con las uñas la esencia de sus parpados sabor a nube, para lamerle el vientre de malvavisco con la palma entera, para paladearle los suaves muslos de jamón con las yemas de los dedos, para probar sus pezones de aceituna, para morderle el sexo sabor a selva negra.

Mientras sus minúsculos corpúsculos de Meissner se deleitaban con ese suculento manjar, lo sorprendieron sabores que no esperaba. El 12% de su peso corporal conformado por el único ropaje con el que llegó al mundo, su piel, realizaba su trabajo de degustación de la realidad. Primero reconoció el sabor del vino agrio de 1827 que anudó su corbata, el mismo año que quedaron registradas las 22 distintas maneras de anudarla en L'Art De Se Mettre La Cravatte, luego descubrió un dejo de Kebab Donner en la solapa del saco gris. Enseguida percibió para infortunio de ese día, el cual irónicamente podía catalogar como Jueves Negro, el inconfundible sabor de la sangre pegado a su pecho sobre su camisa dorada, la cual sabía a nacionalismo, por supuesto, y a algodón seco. Los puños le supieron a larvas y telarañas y libros rotos. El origen de su pantalón le develó historias de altamar, con pescados magros, botellas de ron y prostitutas. Los calcetines le sabían a gatos pardos remojados. Y los calzones, ah los halados calzoncillos de Mi Secretario, era lo primero y lo último que quería probar. Eran calzones de pastel de chocolate y cerveza; eran probaditas de granos de elote con jugo de naranja.


Cuando llegó a casa le hizo el amor a Confianza como nunca antes, viendo sus ansias con los oídos, sintiendo la emoción en su cuerpo al verla, oliendo la crema que se untaba después del baño a cada beso, probando sus místicos sabores al tocarla y escuchando por la nariz sus entrañas. Hicieron el amor con las ventanas y las puertas abiertas; hicieron el amor frente a ellos mismos, observándose desde los portarretratos en las mesitas de la sala; hicieron el amor apache; hicieron el amor a horcajadas; se hicieron el amor mutuamente; hicieron el amor por tener sexo, lo hicieron para ilustrar el Kama Sutra; descubrieron a sus sombras haciendo el amor; hicieron el amor como pornstars, hicieron el amor con amor, hicieron el amor como italianos; hicieron amor del amor, hicieron el amor despacito, luego hicieron el amor rapidito; y para culminar le hicieron el amor al amor.

Sentado a la mesa le llegaron a la nariz las discusiones que mantenían los granos de pimienta contra los granos de la sal con ajo, que se peleaban en una batalla mortal por quedarse en el gusto de la carne. Llegaron a su glándula pituitaria, sentada en su silla turca, los aterradores gritos del aceite que se desgarraba la piel sobre el sartén hirviente. De la tabla de cortar escuchó hasta el cornete superior los últimos deseos de los limones, antes de ser degollados, condenados a la horca y los rezos de los pepinillos para salvar sus almas antes de ser tasajeados. En la punta de la nariz se quedó el “uf, que calor” que la sopa de letras, con la que Mi Secretario jugaba al SCRABBLE, no cesaba de decir. Y escuchó el perfume de Confianza llamándolo delicadamente y escuchó a sus propias feromonas seduciéndola y escuchó el aroma de sus cuerpos al fundirse otra vez.

III

Tan entrado estaba Mi Secretario haciéndose el amor dentro de Confianza, que no se daba cuenta que en realidad se los estaban echando a ellos, como espectáculo holandés, los vecinos y las viejitas de la cuadra, esas que no veían con buenos ojos a nuestro amigo y no porque no lo estimaran o entendieran, sino porque ya no les funcionaban muy bien y las graduaciones de sus anteojos eran tan obsoletas como ellas mismas, esas viejecitas persignadas y adorables con cabeza de colación que, de hecho, cada que se acordaban de él rezaban un padre nuestro por la salvación de su alma en sus tardes de rosarios; tan emocionados los vecinos que, además de las apuestas que corrían a favor o en contra de él, determinando quién se vendría primero, no entendían –ni les interesaba entender- cuando Mi Secretario les hablaba del Emblema Maquizcohuatl y les confesaba que era lo mismo que acababan de presenciar por metiches, chismosos y voyeristas, lo que inundaba su esencia de tristeza, pena e irracionalidad.

Para tranquilizar su conciencia, nuestro Secretario, sigue un sencillo ritual: recién nacido de Confianza se dirige arrastrándose y gateando hasta la venta principal de la sala, esa que está frente al sofá, la que siempre deja abierta para darle al viento la libertad que necesita; una vez llegado se levanta y se estira lo más que puede bostezando y se queda ahí, parado, por más de cinco minutos con las piernas abiertas, parado, rascándose la cabeza, literalmente y parado, y acicalándose el pelo como gato vanidoso también, luego anuncia “vamos a comer”, cierra las ventanas, corre las cortinas y le pide la parada a su bicicleta que a esas horas del día va de la cochera a la sala, a la cocina, al cuarto de lavar. Más tarde saca del baúl de los recuerdos, arcaico y oxidado, al que bautizó con el nombre de El Mundo por escases de imaginación, su Álbum Fotornográfico y se los muestra a las viejitas, esas mismas que lo tratan de convertir cada que creen que se les presenta una oportunidad, se sienta entre todas ellas con su propia silla de bejuco y espera devoto a que terminen sus oraciones para pervertirlas utilizando la misma estrategia, en la primer oportunidad que se le presente: “¡Miren!, aquí es donde dormimos Confianza y yo, cada quien en la mitad exacta de su cama; acá está la foto de cuando comenzamos a querernos, ya se imaginarán. En esta otra están casi todos nuestros amigos en una reunión en la casa, es que a Confianza y a mí, pero particularmente a la cochinota de Confianza, nos gusta mucho que vengan a ver por ellos mismos cómo y cuánto nos amamos. Esa es mía nada más, de la pubertad, no me pregunten por qué tenía tantas espinillas a menos que realmente quieran saberlo. Esa es Milly. Esta del atardecer derritiéndose como mantequilla, es del día que nos terminamos de enamorar; esa otra, la del otro lado, la de la carretera, es para poder explicarles que nos amamos en todos lados. Esa es de cuando fuimos a decirle a Dios que nos íbamos a amar toda la vida como él manda. Esa de la chica desconocida no debería estar ahí, ni ustedes deberían haberla visto, ahora las tendré que matar…”, se tornaba malévolo y siniestro, se paraba en el asiento de su silla y empezaba a gritar y a brincar y cuando se daba cuenta que ya no le estaban poniendo atención se bajaba con rostro de seriedad, levantando las cejas lo más que podía y viéndolas por encima del hombro. Por último, camino de regreso con su silla, saca su billetera –que en ese momento, sin billetes, es cartera- y les explica a los jóvenes vecinos dónde esconder los preservativos para que no los encuentren nadie y cómo colocarlos: “Se necesita pegamento, una lija y los parches. Primero se levantan el pellejo para dejar la cabeza expuesta. Luego, con la lija, la tallan hasta arrancarle el olor a pescado y las descamaciones, la deben tallar hasta que queda muy roja y sobre todo para que esté completamente lisa. Enseguida se untan medio centímetro cúbico de pegamento; pero ¡atención! solamente en la cabeza y lo dejan reposar durante exactamente dos minutos. Entonces está listo para colocar el parche. Lo deben mantener apretado y firme durante otros cinco minutos, o hasta que esté seco y pegado. Por último, se aprietan el huevo derecho, o el izquierdo si son zurdos, hasta bombearse la erección ideal. Entonces están listos para parchar, con la completa seguridad de no embarazar a nadie”.

Tan emocionada estaba Confianza haciéndole el amor a Mi Secretario, entre las risas de los chiquillos de por allí, los que se dedicaban a espiarla, que no escuchaba sus propios gritos.

Confianza, su amor platónico, la madre sustituta de aquellos Edipos frustrados por el tamaño natural de sus pensamientos, la de los bellos dorados en el sexo; la que después de vestirse aún sigue desnuda debajo de su ropa interior. Esbelta como espiga de trigo, rociada cada mañana con el rocío de lúgubres pensamientos; Confianza la que se come el sabor de los calzones con toda la piel de la entrepierna, la que licúa sueños con esperanzas en la cocina para acompañar la comida. La cautivadora, que sin más problemas puede detenerse a conversar con los ancianos que se juntan en la esquina a tomar el sol, los relatos y fábulas de Mi Secretario Motecuhzoma, tlatoani contemporáneo que ordena desmontar el sagrado estadio del juego de pelota para jugar al imposible hula hula con los enormes anillos de piedra, tallados con serpientes y ramas. Tan enigmática que describe casi a la perfección la personalidad de cada uno de ellos, con el simple hecho de conocer la hora y el lugar de su nacimiento. Confianza, la que desarma la bicicleta de Mi Secretario para tender la ropa que sale empapada de la lavadora, como terminaba la de ella cuando se mojaba bajo la lluvia durante su infancia llena de magia e ilusión, montada como cirquera sobre el mal armado monociclo en el que recorre de lado a lado los lazos rojos y azules, en los que cuelga las cansadas camisas, los alegres pantalones y los aguados calzoncillos. Experta, además, en el arte del contorsionismo empleado al extremo en su cotidiano devenir,  doblando la realidad a punto de quebrarla, amarrando sueños con pedazos de serenidad, estirando el pensamiento y haciéndole nudos ciegos para tejerlos al centro de la memoria, memoria esquizofrénica que combina a la perfección con tres cubos de hielo y dos onzas de pasión. Confianza la simultánea, la que habita al mismo tiempo su espacio en la casa y vive en este cuento, mientras prepara el desayuno. La astróloga, la que contesta el celular con el oído izquierdo, la exitosa por excelencia al seguir al pie de la letra lo dicho por un poeta y escritor estadounidense. La administradora, que ingeniaba el modo de darle salida a las ocho ideas que sin falta siempre tenía en la cabeza. Confianza, el fundamento de toda relación social. La que mientras le sugiere al Señor Barrigas los cambios que debe realizar para ser pleno según su carta natal, le revuelve los huevos y le guisa la salchicha a Mi Secretario sin dejar, nunca, de ser ella misma.

Tan orgullosos de sí mismos estaban los dos, que de sí mismos se complacían cada mañana, por seguir su alma dentro de sus cuerpos y sus cuerpos tibios sobre la cama. Y de complementarse tan naturalmente, Mi Secretario escribiendo y Confianza leyendo en voz alta, Confianza enjuagándose la espuma bajo la regadera y Mi Secretario rasurándose las palmas de las manos;  Mi Secretario entrando en Confianza y ella recibiéndolo con el corazón abierto, lleno de amor, con los brazos abiertos, bien adiestrados en caricias, y con las piernas abiertas, imitando la danza eterna del mar. Y de entenderse, tan bien, al menos en lo que a cada uno le conviene. Como cuando Confianza usa los calcetines de Mi Secretario que luego deja tirados donde a ella misma más le estorban, para en la primer oportunidad reclamarle que siempre deja las cosas fuera de su lugar, como las hojas del árbol en el piso que deberían estar dentro de la bolsa de la basura, como el polvo que el viento traía, al que le gusta acostarse en la sala y sentarse en el comedor, y que debía –según Confianza- estar viajando por las tuberías del drenaje después de enjuagar el trapo y el trapeador, o como los dos caracoles que dicen llamarse Alfonsos, que viven en el helecho de la sala y que siempre se hacen los occisos cuando hacen el amor, y que debía Mi Secretario dejar en paz.

Tan conectados, también, mentalmente que podían adelantarse en responder lo que el otro quería saber. Por ejemplo:
Confianza: “¿Fuiste por la…”
Mi Secretario: “No. ¿Tú hiciste el…”
Confianza: “Claro”
Mi Secretario: “Ya se me va a terminar la…”
“¿Confianza?” dijo Confianza. “Yo creo que…”
“¡Ya sé! Ya sé que tú crees que…”
“Sí, mejor ni me digas. Ya no me quiero acordar.”

o de como cuando Confianza le dijo a Mi Secretario “Le quité los rayos a tu bicicleta y se los presté a una nube muy blanca que iba pasando por la ciudad”, lo que a Mi Secretario le parecía: “Excelente. Yo le quité las masas y te preparé unas pescadillas”, y Confianza: “Gracias pareja”. O como cuando Confianza y Mi Secretario convinieron prestarle los puños de la bicicleta al Señor Barrigas un día que estaba vencido, para que pudiera seguir peleando por recuperar su destino. O se animan, irremediablemente, ante los embates de la vida, ante las desilusiones inevitables que cada uno debe sufrir, los yang de cada ying, de las desavenencias de la mañana modorra, o de los caprichos de las dos y media de la tarde, calurosos y malhumorados, o de la tristeza de las noches sin luna para las cuales, Mi Secretario, quitó el poste de su bicicleta con la esperanza que los burócratas del Ayuntamiento se lo compraran y, además, colocaran fuera de la casa; “pero no le vayan a poner un foco muy fuerte” les dijo, “es que luego los pajaritos no van a poder dormir”; pero que a los burócratas del Ayuntamiento les parecía no sólo absurdo, sino irracional. O de los intentos frustrados para regresar las estrellas al cielo, las que se obstinaban en regresar a la tierra y caer con sus picos chuecos a los pies de Confianza. A veces, aunque se animaran, dejaban de intentar armar robots con las palancas; o desistían por completo de pintar cuadros alegóricos de sus sueños más vívidos, o dejaban de ponerse el casco para leerse, ellos mismos, el pensamiento. O se subían a las ruedas de la fortuna, que los hacían subir y bajar según su suerte, o los llevaban casi hasta donde ellos quisieran. Y hasta dejaron de saber qué hacer cuando, el uno al otro, se liberaron de las cadenas que los ataban al estancamiento, al celo y a la obstinación.

Entonces, pero no sólo entonces, Mi Secretario abrazaba a su novia, su Confianza que le decía que algún día todo sería mejor, por la cintura y le decía al oído: “te quiero tanto como el resultado de multiplicar los pelos del Señor Barrigas por 300 mil millones de besos”; y Confianza con una gran sonrisa le respondía: “pues yo te quiero más que todas las vueltas que han dado las ruedas de las bicicletas, desde que la inventaron”.

“¡Híjole! Eso sí es un montón. Pues entonces yo te quiero como estrellas hay en el firmamento. ¿Cómo ves?” dijo, desesperado por ganar, Mi Secretario.

“Bueno, depende de cuál estrella pongas en primer lugar y de la relación de nodos y cuadraturas que elijas como mejor combinación. Así me podría dar una ligera idea de si realmente me quieres” le dijo Confianza a Mi Secretario mientras lo apretaba a ella. “Yo te quiero un puntito más de lo que tú digas” y sonrió pícara.