El Rey Mudo


                     Y es que el verdadero cuarto, nuestro cuarto, era 
inalcanzable. En vano acariciábamos las paredes
besábamos el piso. En vano nos propusimos una
noche 
lamer cada centímetro cuadrado de las
paredes.Acabamos
en la madrugada con la lengua
seca y llena de caliche y 
telarañas, y para entonces
el cuarto había cambiado quién 
sabe cuántas veces
de color, de dimensiones y de luz y se 
nos había
escapado una vez más.


La fiesta se celebraba en un lugar en el que nunca, en toda mi vida, había estado antes. Ni siquiera sé cómo llegué, ni por qué estaba ahí. Lo que sí sé es que al centro del patio donde nos reunimos había absurdamente una alberca, de unos tres metros de profundidad y de azulejos blancos, con tres metros de ancho y cinco de largo, o viceversa. En tres esquinas de la alberca se encontraban tres columnas jónicas, el capitel de cada una era tan desproporcionado que personas desconocidas lo usaban como trampolín para tirarse clavados. A pesar de que las columnas no superaban los tres metros de altura, la caída antes de sumergirse en el agua tardaba de 15 a 20 segundos.

Por la parte larga de la alberca, del lado opuesto de la terraza, había una improvisada orquesta sinfónica a nivel de piso, tocando música de banda. Detrás de ellos, las medias columnas corintias incrustadas en la pared, contrastaban sin armonía con las de la alberca y menos aún con los soportes negros tubulares que sostenían las tejas que formaban la terraza. Del lado izquierdo de la orquesta-banda había cuatro hileras desordenadas de sillas donde se sentaban los invitados; unos parecían contentos por el simple hecho de estar ahí; otros no entendían si estaban en un concierto o si debían esperar algo más y el resto simplemente estaba. Entre ellos se encontraban sentados una amiga, de la que no existe razón comprensible de su alegría, a la que mandé sentar en la mesa de asistentes conocidos; y un amigo. Con él me lancé de clavado a la alberca, para no rodearla caminado pues íbamos a no sé dónde, y me sorprendió sobremanera la habilidad de mi compañero para vaciar su copa de agua y servirla de vino tinto. Y más aún su capacidad para conversar mientras cruzábamos la alberca y beber de su copa sin agitarse y desplazarse sin esfuerzo. Cuando llegamos a nuestro destino estuvimos conversando entre nosotros, principalmente, y de vez en cuando observábamos al rey de piedra parado a nuestro lado entre la alberca y la parte techada del patio.

 Estaba parado aburrido como estatua cuando me di cuenta de que ni mi amigo ni yo hablábamos ya. Éramos orejas de aquella estatua de un rey ignorado desde que fue esculpido y hasta entonces. Recuerdo nítidamente cómo le cortamos con espadas milenarias las ramas que le crecieron de la boca y lo abrazaban hasta la cintura; y las raíces que le amarraban las muñecas y los tobillos. La enredadera que lo poseía era parte de la creación de su propio pensamiento que no podía controlar. Cuando terminamos de limpiarlo él solo se sacudió el resto del polvo y no dejó de renegar ni de quejarse. Se movía con agilidad y ligereza a pesar  de sus 300 kilogramos de piedra. El assemblage de su detallado uniforme y su complexión total eran imperialmente armoniosos. El aplomo diplomático con el que se dirigía, su entereza y su personalidad cuadraban perfectamente con su tono de voz, suave, firme y con carácter. Su tez terracota brillaba a pesar de que en aquella tarde no había sol; pero en ningún momento comentó algo distinto a los remilgos y pesares  que acumuló por décadas. Era todo reclamos y quejas. En menos de tres segundos bebí un tercio de mi copa de vino, pero sentí la embriaguez y el sopor de haber ingerido tres botellas completas yo solo. Mi amigo, a pesar de estar parado a mi lado, se había marchado no sé a qué lugar, ni cuándo, ni con quién y mucho menos por qué no estaba yo con él.

Apenas alcancé a comprender que aquel ramaje era un cáncer desarrollado en el rey de piedra por su incapacidad para expresar su necesidad de atención y deseo de cariño. Busqué la mirada de mi amigo y descubrí que entendía aquello tan bien como yo mismo. Y supimos el por qué de estatuas sin brazos, gárgolas sin ojos, esculturas con los ropajes desgarrados y derruidos, de edificios cojos y ciudades abandonadas.

6 comentarios:

  1. Muy bueno, espero que sigas así, mantén el estilo ese estilo de siempre tu!

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  2. Señor secretario, mis sinceras felicitaciones !!!

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  3. ME GUSTO... bien muchacho

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  4. Insisto... es como la alberca del tio Martin... :D jajajaja cada quien ve, lo que quiere ver :D

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  5. Esperen el viaje de Mi Secretario por el infierno.

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