La cinta de la Experiencia

Lo primerito que hice fue echar una meada de dos litros y tres cuartos, o lo que es lo mismo de dos minutos y 26 segundos. Y no es que estés tú para saberlo ni yo para contarlo; pero ya que estamos en confianza, querido amigo,  yo siempre estoy en Confianza, te lo voy a decir.

El otro día cuando regresaba del Fondo de Cultura, irónicamente el fondo es el lugar donde siempre encontrarás la cultura y el único en el que puede estar, con mi nuevo cuadernillo en la mochila me topé con una conductora que me obstruyó el paso, el único paso ideado para mí: la ciclovía. Debido a la necesidad de brincar banqueta mi velocidad era muy reducida, pero la torpe lentitud fue útil para descubrir que la joven al volante del Chevy Monza necesitaba mi ayuda irremediablemente y el poder de la experiencia. Me pareció ideal que el asiento del copiloto se encontrara desocupado, eliminando con anticipación las interrupciones, y aprovechando que la ventana estaba abierta hasta la mitad metí el cuerpo lo más que pude, sin dejar de cuidar la bicicleta bien puesta entre las piernas y le grité: “¡Estupendo!”. La chica se asustó como un gato ante la amenaza de ser bañado e inmediatamente intentó subir los vidrios con los controles eléctricos. Para mi suerte no lo logró, y el hecho me permitió percatarme que llevaba la austeridad no sólo en el pensamiento, sino también en el coche.

-“Lo que la cinta adhesiva tiene para ti… es… déjame ver… pero primero deja la encuentro...” le dije pausadamente, haciendo tiempo, mientras la buscaba en la bolsa derecha del saco. Cuando la saqué de su cajita la otra noche, con las uñas moradas y borracho de historias, no pensé lo difícil que me iba a ser encontrarla de nuevo entre el encendedor negro, los dos boletos de ingreso al Parque Agua Azul, el 21, que cambié el otro día, de la ruta 622; el viejo ticket de Flopp de cuando compré Friendly Fire hace tres años y medio, un paquete de chicles sabor yerbabuena –por supuesto; los dos boletos de la boda de un amigo que se casó hace más de un año, un mapa roto de Xcaret, una nota de un capuchino y los audífonos que guardo en el mismo lugar. “¡Chingadamadre! ¿Ya ves?” Pero no contestó. Para entonces, la incauta ya no le hablaba al celular para que le transmitiera sus mensajes y era casi inútil continuar, pero su necesidad en los ojos me hizo revalorar.

-“No molestar” “¿Ya ves? A no, no creo; tú eres de las que oye, o mejor aún, de las que siente. Entonces, ésta va en tus anteojos” Y se la pegué con cuidado. Me di cuenta que en ese momento comprendió, a pesar de su asombro. “Casi apostaría mi alma por un café aguado o juraría el nombre de Dios en vano asegurando que perteneces a la raza del hombre blanco, pero me doy cuenta que no te has enterado de los avances en materia de comunicación y que ya inventó el manos libres. ¡Asombroso!” le dije muy emocionado. Y seguí mi camino.

Un litro y medio de orina lo almacené en una botella de Coca Cola que estaba escondida detrás del excusado, que mi novia había etiquetado ingeniosa pero no muy atinadamente como Caca Cola, cuando terminé la metí en el mueble debajo del lavamanos. Con éstos ya teníamos 10 litros. El resto lo deseché proverbialmente como cualquier hombre adaptado a las más altas normas de higiene doméstica y ni siquiera la volteé a ver cuando daba vueltas antes de desaparecer.

En el cruce con Independencia, ah que nombre: Independencia, como la que siento cuando salgo a pasear en bici, como la del agua que corre por el Río Gandaki que después de seis cientos treinta kilómetros de expiación desemboca al Ganges, purificador del espíritu en busca de la divinidad; como la del viento que vuela al sur y carga en sus alas a las majestuosas mariposas monarcas que encontrarán la soberanía en su santuario; como la que encontró Charley Parkhurst quien haciéndose pasar toda la vida por hombre fue la primer mujer en tener derecho a voto en el Estado de California; justo ahí, pues, en Independencia, tuve que parar ante la muda indicación de la luz roja del semáforo. Y fue ahí, también, donde comencé a almacenar agua en las vías urinales.  Mientras guardaba cuidadosamente la botella en la mochila, con el fin de no mojar mi viejo y mucho menos el nuevo cuadernillo, una jadeante presencia me alcanzó.

“¿De qué religión era” “Yo que sé” “¿Te alcanzó?” “Lo peor, o lo mejor, tampoco lo sé, fue el cacho de experiencia que le tocó” “¿Tienes cigarrillos?” “En la alacena, a un lado de donde deberíamos tener la campana. Me detuve, te digo, en una luz roja, sorbí dos grandes tragos de agua y me abordó un calosfrío marca diablo provocado por una fatigada y pálida figura. De reojo descubrí quién era…” “¿De qué color hiciste hoy?” “…para fortuna de la vida y para gloria de la cinta todo resultó como si lo hubiera planeado con anterioridad”

La luz cambió a verde y gentilmente le cedí el paso, yo estaba de paseo recreativo y no quería estorbar. No arrancó a tiempo, entonces lo hice yo y pensé que él tenía aún menos prisa que yo. Sin embargo, de Reforma a Jesús García convertimos la calle en una imprudente e improvisada pista de carreras; él en su bicicleta de montaña, camisa de resaque, short y tenis deportivos estaba bien dispuesto a competir; yo en mi modesta bicicleta de ruta, con camisa de vestir, Converse y mi viejo saco no estaba dispuesto a perder. Mantuve la delantera todo el tiempo, hasta José María Vigil donde mi fantasma se bajó de la pista e hizo como que tomaría otra calle; me fui con la finta y bajé la velocidad triunfante, pero de repente reanudo el intenso pedaleo; nos mantuvimos a la par a lo largo del Panteón de Mezquitán y 65 metros antes de la meta, en Avenida de los Maestros, tuve que esquivar a un distraído transeúnte quien se comía una paleta de limón, según pude cerciorarme en la esquina al lamerme el brazo con el que lo aventé, rodear peligrosamente la puerta abierta de una camioneta pick up mal estacionada que me obligó a rosar el borde de la banqueta y chiflarle desesperadamente como loco a un ciclista, que rodaba en sentido contrario, para que se quitara. Así fue cómo perdí aquella vez; pero como estaba descalificado por salirse de la pista, entonces gané. ¿O empatamos? Como sea, pero como se había puesto tan competitivo sin necesidad y tramposo sin justificación, antes de dejarlo partir tuve que envolverlo como momia con el larguísimo pergamino de cinta que rezaba el anhelante y soñador pensamiento de H. G. plasmado en el Suplemento Cultural del periódico El Informador, del Domingo 16 de septiembre de 1976, y que dice:

Adelante
H. G.

NO ES la agilidad, ni la viveza,
ni el vigor
lo que hace que alcancemos una meta,
es el tesón, es la firmeza;
no desfallecer, mantener nuestro empeño,
seguir corriendo con el mentón erguido
y el pecho adelantado, aun cuando parezca
que otro habrá de ser el vencedor.
Resistir cada avance,
ver cómo nos sobrepasan
inclusive, muchos de los que con nosotros
hacen la carrera, y continuar
perseverantes, corriendo hacia adelante.
Es muy fácil gritar: ¡Estoy vencido!,
no llegaré; volver hacia atrás, reptar,
dejarse caer a unos metros de la línea,
detenerse rendido, renunciar a morir;
lo difícil es seguir corriendo siempre,
pase lo que pase,
y vivir en un constante anhelo por llegar…

bellamente ilustrado por la acuarela del Maestro Don Alfonso de Lara Gallardo, en la que se interpretan mutuamente H. G. en su escrito, tratando describir las líneas de la ilustración, y Don Alfonso de Lara Gallardo en su acuarela, intentando colorear las letras del pensamiento.

“La pipí, bonita, que te guardé hoy es brillante y amarilla como el oro que buscaban los españoles cuando llegaron a México. Olorosa como cantina y salada como si no hubiera bebido agua en una semana. Pero pierde más de la mitad de su esplendor en esa botella de Caca Cola y si me ves así de barrigón no es porque haya pasado mucho tiempo con el Señor que vive en la habitación contigua a la nuestra, sino porque me comí dos raciones de Arroz Canario y tres platos de Paella Mixta buscando complacer tu indirecta de llenar la botella con caca amarilla. Lo difícil no fue pintarme el ombligo con habas, ni comerme dos kilos de mango y acostarme a meditar más de una hora para lograr la coloración en mi intestino, le feo fue atinarle a la boca de la botella. Primero porque todo aquello era inmaculadamente terso, suave y firme pero más grueso que el embudo, que ya lavé y dejé como nuevo para regresárselo a la vecina que me lo prestó y que utilice para no hacer cochinero. Como sabrás no me di por vencido ante mi inminente primer fracaso. Le hablé al Señor Barrigas y lo invité a ser testigo de un experimento; cuando llegó comimos curry de pollo y pakoras, te guardé poquito está en el refri; yo además me eché dos tazones de Dhal con una chapati, un plato de las habas con las que antes me había pintado el ombligo y tres tacos de chile con sal preparados con gluten de maíz de polvo. El Señor Barrigas me observaba queriendo entender el porqué de mi comportamiento, y se le fue el tiempo mientras yo me tomaba las tres cervezas que le tocaban del six que nos compramos para acompañar la comida. Entonces sí conseguí una diarrea como papilla, pero que tampoco alcancé a almacenar por mi urgencia de no hacerme en los calzones”

Deja te cuento también, estimado amigo, de la tarde que estreché la mano de Confianza y acordamos preguntarnos todo cuando no podemos contarnos las cosas de forma natural. Discutimos como si no nos quisiéramos e intentamos imponernos sobre el otro como si fuera posible; sólo porque ella quería que le contara historias y yo esperaba que me las preguntara. La primera cláusula que convenimos fue la de nunca pelearnos tan feo otra vez y la segunda la de  nunca desperdiciar otra tarde nublada y romántica. La única y universal declaración que asentamos fue la de mantenernos juntos aún si nos encontráramos ahí con dolo, violencia o mala fe.

“…por la Normal di vuelta a la izquierda para continuar por Maestros, pero mi recorrido fue interrumpido de nuevo; ahora por un estorboso camión que invadía dos carriles. Lo que pasó es que un pinche agente de tránsito estaba mordiendo al operador y los pinches pasajeros sentadotes y resignados.” “¿Eso que tiene que ver?” “¿Cómo que qué? La sociedad, nuestra sociedad, es como  la de las hormigas: igual de burras e igual de ingenuas. Fue entonces cuando se me ocurrió que si convencía a la bola y bajábamos todos juntos, el ojete del tamarindo se intimidaría y soltaría el lomo del chofer y todos podríamos seguir, y si de plano se ponía muy perro pues entre todos lo podíamos morder a él hasta que lo soltara.” Entre aquella multitud anónima, la apatía generalizada y mi frustración no fueron los mejores consejeros y me llevaron torpemente a arrancar un pedazo chueco de experiencia y pegársela a la persona más próxima. El pobre chico al que le tocó, no asimilando lo que le ocurría, se levantó y se puso a pelear con una sobredosis hormonal; chantajeó con maestría y su manipulación fue monumental, al grado de lograr sembrar culpa y responsabilidad en todos de lo que a él, pobre chico, y al operador les ocurría. “Ave María Purísima” alcanzó a encomendarse una encantadora viejita, de esas que todos queremos de abuelita. “Sin pecado original concebido” le dije con toda la intención de echármela. “Muchachito a estas alturas de la vida, ya deberías saber que más sabe el diablo por viejo, que por diablo. Y sinceramente no creo que sepas lo que yo te podría enseñar.” Efectivamente, mi nueva abuelita sabía muy bien que no tenía idea, yo, de lo que ella me podría enseñar; sobre todo cuando ella, encantadora viejita, al volante de la unidad cerró las puertas del minibús y arrancamos. La primera parada la tuvimos, mejor dicho la tuve yo, en el cruce con la calle Belén donde abordó una rubia exuberante. Aprovechando, yo, mi efímera situación de boletero, de amo y señor del radio del camión y dueño del agua de litro de él, el operador, me aventuré a decirle “pídeme la que te gusta.” “No seas marrano” me limitó ella, mi abuelita. “Uh! ¿Ps qué quiere que haga? Además ni le molesta, ¿verdad güerita?” No dijo nada ella, la güera. En Hilario Romero Gil bajaron tres. En Fray Manuel Nájera dejamos a dos y en Fray Teófilo García Sancho a uno que pidió la parada, pero que estaba junto a cuatro más. “Es que hay que agarrar tiempo. Ya ves el támaro como nos entretuvo” dijo mi abuelita y yo hice una nota mental para agarrar tiempo en la primera oportunidad que se me presentara y meterlo en la bolsa izquierda del saco, o pegarlo en algún lugar de la cinta, para usarlo cuando se me hiciera tarde y guardarme las historias que le tenía que contar a Confianza para que no se enojara. Así nos fuimos de Fray Junípero Serra hasta la Calzada. Sólo hicimos parada en Brillante y Jorullo para descenso. En Sierra Nevada subieron tres dentistas, cinco psicólogos, una enfermera y un vendedor de chicles al que le fíe el pasaje a cambio de un cigarrillo, porque chicles yo ya traía los míos y a mi abuelita no la dejé agarrar para cuidar su dentadura, toda postiza. “Es de primera calidad” dijo él, uno de los dentistas. “¿Tú cómo sabes?” preguntaron de algún lugar, yo. “Él se la hizo la semana pasada, me consta” contestó ella, otro dentista. Dos de los psicólogos observaban a la enfermera que ignoraba al mundo entero con sus audífonos puestos. Otro de los psicólogos intentó obtener un cigarrillo pero no lo logró y se moría de la envidia ante su fracaso y la habilidad de él, yo tercer dentista, para abordar a la rubia. “Recórranse para atrás” gritaba ella, mi abuelita, “por en medio, en el pasillo, hay lugar”. Pero no era cierto. En Sierra Mojada subieron dos y no bajó nadie a pesar de los timbrazos que daban en cada esquina. “Dejen el timbre en paz. Recórranse para atrás.” Dijo alguien, nadie supimos quién. En Montes Urales subieron tres, pero al contador de boletos sólo llegaron dos y ya no cabía ni un alma más. Ni en Sierra Grande ni en Monte Parnaso dimos parada, “hay que aprovechar el siga hijo. Además que caminen, al cabo nomas es una cuadrita  y ya ves que venían mame y mame con el timbre, ora que se aguanten” Todo aquello era un digno espectáculo; pero en Belisario bajaron ocho y entre ellos, ella, mi abuelita que me dijo, guiñándome un ojo para que la siguiera: “Cabrones, si no train animales, manejan como puercos.” Y efectivamente, de nuevo la viejecita me sorprendió. Cuando siguiéndola a ella, la rubia que ya no aguantó más y también se bajó, por los escalones de la puerta delantera lo encontré a él, el chofer del camión, con ella, mi bicicleta en la mano. Antes de que dijera cualquier cosa se la arrebaté con evidente molestia. “Ya ni chingas” le dije y me escapé pedaleando. Una cuadra después pasé una camioneta de vialidad y lo único que alcance a escuchar del oficial reportando por su radio fue: “Sí… …ya lo bajamos… …no. No. No, la bicicleta se…”

En la esquina me encontré al Padrino, con Matías y Octavio. Me preguntaron que sí sabía cómo sigue el Señor Barrigas; yo les pregunté a ellos ¿por qué? Y me dijeron que lo vieron pálido y que medio le entendieron que no se sentía muy bien. Te imaginarás lo preocupados que estamos todos, cada uno a su modo, de que no responda con su enorme mirada de alegría “Muy bien” y con esa gran sonrisa que nos saluda cada que lo vemos. Les conté de mi abuelita y me tomé media cerveza de cada uno. Pero de ahí me vine directito a la casa. Ya no aguantaba ni una sola gota más en la vejiga. Pero ya me fui. La cinta me quedó escasa y les propuse ir en cacería de más memorias. Mi abuelita pasó por nosotros en su bochito rojo y yo traigo puesto my smoking hat. Agarré tiempo antes de salir, no llego tarde.

6 comentarios:

  1. hijooooooo !!!! que no ves que esta en siga y yo con mis lentes negros solo veo como si trajera mis american eyes !!!!! amarillo como tu pipi

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    1. Yeah man. With those sun glasses we could see whatever we want.

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  2. Nunca Jures el nombre de Dios en vano!... jajajaja Santo Niño de Atocha es una buena opcion... (del baul de los recuerdos)

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  3. y por fin llegue a la parte de Octavio...
    además me encanto esta parte: "NO ES la agilidad, ni la viveza,
    ni el vigor
    lo que hace que alcancemos una meta,
    es el tesón, es la firmeza;

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  4. !CHALE ENAMORADA! COMO UNA LOCA DORADA DE OCTAVIO!!!

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