Los otros usos de la bicicleta


Cuando Mi Secretario salió de casa por segunda ocasión, con el lonche bajo el brazo y sintiendo la fortuna que ello produce, no sabía lo que los astros habían prescrito ese día de gloria e infamia para él. En aquella fría mañana de otoño sentía Mi Secretario también la capacidad para realizar cualquier acción que se propusiera, o efectuar cualquier cambio por difícil que pareciera, o cumplir cualquier promesa que efectuara. Y sintiendo, sobre todo, el aire helado que le entraba directamente por los cachetes recién rasurados se acordó del día que le enseñó a Matías a cambiar un balero.

Ball bearings, se llaman en inglés” le instruía mientras desmontaba la llanta y desarmaba el eje y la masa. “Pero hay unos japoneses, otros alemanes y sobre todo unos italianos que son mejores. Pero,  ahora que podemos afirmar que tú lo sabes, todo el mundo ya lo sabe. Aunque a veces el asunto es ser malinchista, sobre todo sincréticamente con estos gringos.” Matías lleno de juventud, y de la inquietud que siempre la acompaña, ya había desmontado y desarmado el eje de la llanta delantera y vuelto a armar y montar dos veces mientras Mi Secretario aceitaba proverbialmente, cual mecánico experimentado, las llantas de cabo a rabo según eso para que se deslizaran mejor y tomaran mayor velocidad; y los puños y los frenos para obtener un agarre más suave y un frenado más ligero. Cuando terminaron de armarla habían colocado las palancas y los pedales donde debía ir el manubrio, un asiento a cambio de cada diablo, -“ahora tenemos un triciclo” le dijo contentísimo a Matías-; una estrella de la Constelación de Orión en el poste de los pedales porque la cadena bajaba por la tijera, recién afilada, hasta la estrella de mar de la rueda delantera donde daba vuelta hasta el eje trasero, con su balero nuevo. Los reflejantes de los rayos se los pusieron como lentes de sol y el cuadro lo habían colgado en la pared más alta y larga de la sala para acompañar el retrato de la mesita de la esquina para que, como ustedes ahora, todos lo vieran. Los cangrejos los metieron a un balde con agua y tierra y moscas muertas para que no estuvieran tristes mientras los llevaban de regreso al mar. Las zapatas las guardaron por si las ocupaban después y el desviador se lo pusieron a un free way de Los Ángeles. Mientras Matías estaba distraído, Mi Secretario aprovecho para guardar los parches en la sección de la cartera destinada para los preservativos. “Uno nunca sabe. Y menos con estos chamacos de ahora” pensó.

De camino, pues, a su toma de protesta como Presidente ante la junta del Secretarismo International y con su bicicleta nueva, no creía que algo pudiera ser distinto a su plan. Mientras divagaba en el camino sobre las sombras y la burocracia divina pensó en el día que Dios dejó de ser Dios y comenzó a jugar ser niño. Entonces el Niño Dios, por el mero gusto de ser Dios, emanaba de su mano dadora un montón de regalos para obsequiar el día de su propio cumpleaños. Entre los regalos favoritos del Dios Niño estaban las canicas porque se acordaba de cuando era niño dios y jugaba con ellas en la tierra del espacio. Cuando lograba impactar con un asteroide cacalota a un planeta canica las podía quebrar y formar un mosaico de constelaciones, por eso era el tiro que más le gustaba intentar. Cuando no le daba a ninguna se creaban supernovas de colores. Así lo hubiera visto el hombre desde la tierra, si alguno hubiera existido cuando Dios creaba el mundo y el universo jugando a las canicas. Y si alguien hubiera existido entonces, habría sido testigo de cómo se llenaba de brillos la atmosfera y se habría maravillado con las nubes del cielo que se llevaban noticias de la tierra y traían historias de otros mundos.

Dios a veces jugaba a ser Dios cuando estaba más grandecito, e inventaba historias sobre él mismo. En algunas de ellas aparece barbón, porque sabe que así es como le van entender. En otras se presenta disfrazado con un traje de ocho manos, con ochos piernas y seis cabezas para que así le tengan devoción. Y a veces hasta en canciones y bailes y dos o tres justificaciones más o menos creíbles para los sacrificios que se harían en su nombre. Pero ya como jovencito, lo que más le gustaba a Dios era jugar con su bicicleta, no con la que se creó con los primeros dos planetas que se encontró para utilizarlos como ruedas, sino con la que diseñó muy apropiadamente con ejes para las subidas galácticas, con esa a la que le puso meteoritos en las ruedas para aligerar el esfuerzo y a la que le ideó unos cometas para agarrar la mayor velocidad posible en las bajadas siderales. Esa bici era la favorita de Dios, la que tenía una luna como dínamo para iluminarse el camino cuando se metía el sol y que no le sirvió de nada la noche que dando la vuelta en la esquina del sistema solar cayó en un hoyo negro y apareció en una dimensión de la que ya no se acordaba que había creado, ni por qué, ni para qué, y de la cual tampoco se acordaba cómo regresar. “Yo creo que por eso la bicicleta es la creación favorita de Dios” pensaba Mi Secretario. “Y estoy seguro que si Adán hubiera tenido una, el paraíso habría estado completo.” Y es que él estaba completamente convencido que si la bicicleta hubiese existido en la tierra desde la creación de los tiempos, indiscutiblemente no sólo la historia en la Biblia, sino toda la Historia, sería distinta.

Hablaríamos de la chueca bicicleta del homo erectus, o de las llantas de piedra de los cavernícolas mesolíticos, o del desarrollo de conceptos que el hombre necesitaría si la tuviera mientras desarrollaba sus primeros asentamientos y la agricultura. Para los niños sería más fácil y agradable aprender en la primaria cuando les explicaran que Mesoamérica fue particularmente poblada por la influencia de la bicicleta. A los estudiantes en las preparatorias se les enseñaría que cuando Troya cayó los troyanos fueron los más felices por la gran cantidad de bicicletas que pudieron construir cuando desmantelaron el caballo. A los ingenieros se explicaría que la bicicleta del Rey Arturo fue forjada con la misma aleación de metales que la de Excalibur, igual que la Mordred pero menos mágica que la de Merlín, y que en su cuadro llevaba la misma leyenda que la vaina: “mientras la llevéis no perderéis nada de sangre, pero un día llegará una mujer en la que confiáis y os la robara.” Para cualquiera habría sido mejor saber que Newton desarrolló la teoría de la gravedad al irse de bruces, o que Galileo Galilei desmenuzó sus teorías mientras pedaleaba a la Universidad de Pisa. Por su parte Jesús habría sido un niño más normal al jugar con sus amiguitos a los policías y ladrones en lugar de ir a intrigar y contradecir a los sabios y ancianos sacerdotes del templo, quienes a su vez habrían sido más sabios y menos ancianos. La bicicleta habría sido perseguida y condenada por los inquisidores, habría sido grandiosa durante el Renacimiento, habría sido mal interpretada durante la Revolución Industrial y nuevamente revalorada al final de la Segunda Guerra Mundial, recuperando su lugar en la nostalgia a partir de su propia y genial interpretación cuando actuó de bicicleta robada, junto con Enzo Staiola, en el Ladrón de Bicicletas.

II
Lo que aquella fría mañana de otoño le dolía Mi Secretario no era no haber sido él quien inventara la “Laufmaschine”. No. No envidiaba al barón Karl Friedrich Christian Ludwing Freiherr Drais von Sauebronn ni por su nombre, ni por su draisiana, ni por su máquina de escribir para 25 letras. Tampoco le dolía que Macmilan fuera de un lugar con un nombre tan chistoso y tan macmilan como era el de Dumfries, ni que su invento haya sido atribuido a un tal Gavin Dalzell quien, aprovechando el descuido de Kirkpatrick de no agenciarse el Ducado correspondiente que avalara la autenticidad y originalidad de su idea, fue considerado durante medio siglo como el inventor de la bicicleta de pedales.

Esa mañana, en la que Mi Secretario hubiera enviado cálidas ondas de afecto con sus guantes de piel caprina forrados con poliéster si en el camino se hiera encontrado al Señor Barrigas, no le dolía como en otras ocasiones que su propia barba no fuera tan abundante, tan larga, tan espesa y tan sabia como la de Jonh Dunlop. No le dolía que a sus allegados no les importara en absoluto, y menos en lo particular, que no supiera nada del Periodo de El Obeid. No le dolían los raspones en los codos, no le dolía la contusión en la rodilla, ni le dolían los moretones que todavía no le aparecían. No le dolía siquiera el lugar de la frente donde le brotaría un prominente chipote al mediodía. No le dolía, tampoco y aunque era difícil de comprender, que sus ojos no fueran ya más la ventana de su alma; ni que esa ventana fuera remplazada, desde aquella mañana, por su nueva sonrisa chimuela. Ni le dolía haber perdido el diente incisivo central superior izquierdo, lo que es igual al diente número 21 desde la perspectiva del cuadrante de la nomenclatura dentaria u Odontograma, ese diente que lo acompañaba desde los seis años de su alegre vida y que tantas veces sí le había dolido cuando mordía las paleta de hielo debido a que los tubulos dentinarios se le encontraban expandidos y ellos no traían guantes que le calentaran los impulsos al nervio, o que sí le había producido dolor y se había puesto sangrón cuando se mordía la lengua comiendo tacos de frijoles con queso, o cuando se mordía el labio como si estuviera aprendiendo a comer conchas de pan bañadas en leche. Nada de eso le dolía; ni se imaginaba, tampoco, que le dolería la segura imposibilidad de cambiar el lugar o el tiempo de su caída, no sólo porque hubiera preferido caer en los brazos de Confianza en la noche, no sólo porque habría sido más afortunado caer en la mesa de Jesucristo Superestrella donde todas las cenas eran sabrosas y bastas y llenas de vino ante la incierta certeza de saber si sería la última, o sólo porque caer en la tentación de la gula y la lujuria era más divertido y satisfactorio. Le dolía no poder modificar la línea que había trazado su vida para hacerlo levantarse ese día y rasurarse esa mañana y caer en ese momento frente a Octavio y Matías. Le dolía no poder cambiar para la posteridad las sonoras risas y los burlones comentarios que desde entonces le harían, le dolía no poder cambiar el tamaño de sus sonrisas, le dolía que ellos se sabían recompensados por los dioses, le dolía no poder dejar de pagar cada una de las veces que él mismo había encaminado la atención para estallar de risa por la noche en que Matías se meó en los calzones, o para mearse de risa por la ocasión en que Octavio se echó un pedo en un momento muy inconveniente, le dolían las calcomanías rotas y la pintura levantada que dejaba ver el hueso del cuadro, le dolía el orgullo recién peinado, le dolía la Ley del Talión y ya le empezaba a doler una costilla también.

Se levantó del piso. Vencido. Lentamente y sacudiéndose la tierra mientras se reincorporaba. Cuando estaba completamente de pie, Mi Quejumbroso Secretario vio venir de algún lugar en el espacio, de la calle que lo recibió esa mañana con los brazos abiertos, flotando en el aire limpio y fresco de esa calle que Mi Dolido Secretario pisoteaba a diario junto con todos los otros transeúntes y automovilistas y perros y pájaros y hormigas; vio venir, pues, de algún lugar de la esquina donde todavía estaba riéndose Octavio, sin ganas pero aun riendo, y recorrer de punto a punto la calle donde debía colocarse una glorieta con una sensible escultura en honor al Secretario Caído, la palabra “Que” con cada una de sus letras riendo también; vio el “Que” de color blanco y tridimensional que mostraba su textura de anuncio de plástico; vio venir la palabra de ladito con sus oídos y en dirección a él. Y la palabra “Que” venía seguida por una viñeta onomatopéyica que coloreaba con efectos de caricatura al “madrazo!” que estaba al centro. En ese momento nuestro Héroe Secretario era el personaje principal de una historieta de manga shōnen, donde las risas del Villano Octavio –“Jajaja, Secrerman ha caído” se regocijaba el en medio plano el Villano Ocatvio. “Es nuestra oportunidad, jajaja” en la siguiente viñeta el Malvado Octavio en close up- quedaban enmarcaban en los recuadros interiores de las viñetas diagonales, donde los “Jajaja, jajaja. Sí” del secuaz Matías (quien era la mente maestra del mal) no podían salir de su globo de diálogo, el cual no podía separar de su cabeza. Las risas de los malvados se perdían hasta el inicio de su amistad. Secrerman en plano medio corto, que no tuvo tiempo -por limpiar el lavabo del baño luego de rasurarse- de beber su licuado de naranja con guayaba y papaya endulzado con miel que le daban sus súper poderes, no estaba listo para volar; en un plano detalle el diente tirado en el piso; Secrerman nos contaba la aventura del día que cayó “Crash”, y se sobó “Uy!”, y se enojó “Chingado”, y se prometió vengarse “Me vengaré”; la historieta de él y su amor imposible por Confianza “Oh, Jeff… I love you too. But…”, de Confianza hermosa y rubia, de Confianza con sus largas piernas y su corta minifalda y sus ojos sobrenaturalmente grandes en la viñeta rota, con su escote apretado y prominente, de Confianza sobre dos planos panorámicos que explicaban a detalle la situación generalizada en un solo vistazo y de la interminable lucha de Secrerman por resguardar el dominio y orden de sus pensamientos, que era el mundo entero.

Después de asimilar que algo no anda bien en su cabeza se subió a su Laufmaschine y se fue, o eso pensó él. Apenas había pedaleado diez veces y llegado a la siguiente esquina cuando su confusión lo obligó a detenerse. No entendía cómo era posible que sus orejas pudieran ver los cansados “prrrruuut… pprrrruuuuuuuuutt” rodeados de humo que salían pesados de los escapes de los camiones urbanos; o cómo era  que si hasta entonces nunca había visto con sus propios ojos a alguien que pudiera decirle que veía con los oídos los “click, click, click” de la mano de cambios para aumentar la velocidad, por qué él sí podía hacerlo en ese momento, o el “croc” de la cadena al cambiar de estrella para buena fortuna y para aligerar la marcha. No sabía por qué eran  para sus oídos tan familiares los vibrantes “prrrrriiiit, prrrrrrrrrrrriiiiiit” de las motocicletas, o tan conocidas todas y cada una de las gangosas notas que salían de la boca de Edith Piaf, que a veces se resbalaban por su garganta y otras se atoraban en sus cuerdas bocales y que ese día Mi Secretario veía entrar a través de los audífonos, una a una, por sus oídos.


Cuando entró a la Sala de Juntas experimentó un enorme placer interno. Lo sintió deslizarse como agua desde del inicio de la nuca hasta la cadera y bajar después a brinquitos por las nalgas y masajearlo por las piernas hasta donde termina el talón e inicia la planta del pie.

Los elegantes secretarios conversaban entre sí, vestidos todos con sus trajes recién recogidos de la tintorería, con sus camisas almidonadas, con sus líneas trazadas como fronteras, y con sus corbatas que unidas todas entre sí formaban el caleidoscópico vitral del rosetón del Templo Expiatorio. Las hermosas secretarias se fascinaban con el enorme espejo que mandó poner Mi Secretario, para desde ese día multiplicar por dos el número de asistentes a las reuniones. Se elogiaban entre sí, y con gracia se hacía observaciones para alagarse mutuamente: “Hola guapa”, “Ese color te favorece muchísimo”, “Hola Linda”, “Te ves súper en forma” “Que tal Nena?” iban y venían de muchas partes y entraban aleatoriamente por el oído derecho e izquierdo de Mi Secretario. El espejo, que también había sentido fría esa mañana, se sentía elogiado con los piropos, pues todas las expresiones chocaban en su reflejo. Fue así, con el frío que sintió el espejo, como Mi Secretario descubrió que la sinapsis efectuada por sus neurotransmisores le enviaban descargas químicas intracelulares que le permitían descubrir que las faldas de las secretarias estaban calientes y que los zapatos de los secretarios estaban apretados, al tiempo que le entraban por las orejas las palabras pintadas con labial de la Secretaria de la Junta que retomaba el orden del día, o el “trap... trap… trap… trap…” de las llaves que el Secretario Tesorero guardaba en su bolsillo y que chocaban, al dar cada paso con la pierna izquierda, con las monedas de dos y cinco pesos con las que pagaría su té verde. Los impulsos táctiles le llegaban por los ojos y sintió el brillo de la mesa; sintió su suave, firme y larga superficie plana; sintió en los soportes su seguridad y la estabilidad que aportaba a las conversaciones de la reunión; sintió su gusto por saberse útil; sintió que a la mesa le gustaba mucho ser mesa y que platicaran sobre ella. El color entre rojizo y anaranjado de la madera era cálido, animado, acogedor y al color de la mesa le alegraba poder acostarse sobre ella el tiempo que quisiera y abrazarla a su antojo lo mantenía con vida. Al centro de la mesa se encontraba un grande florero del que percibió la frescura del viento y la oscuridad de la noche; sintió el orgullo de las lilis y la galantería de su prima hermana la casa blanca; sintió la atención de los girasoles y la curiosidad de las margaritas y la felicidad de las mariposas que cuando salieron de día de campo pasaron a visitarlas y la alegría de las abejas que utilizaban los pétalos de capa y las anteras como cama king-size. Sintió el reuma de la alfombra y sus doce años, sintió su sueño de volar en otros cuentos más famosos y de enredarse con otros tapetes. Sintió el ligero peso del tiempo en el polvo.

A más de la mitad de la junta, cuando Secrerman vio el “clap” “clap” “clap” “clap” entrar por debajo de la puerta anunciando los pasos del camarero que traía los desayunos de los Secretarios Poliglotas y de sentir lo entumido que tenía el brazo por cargar la charola con trece platos, una jarra de jugo de manzana y otra de café, descubrió el aroma del limón partido en cuatro cuando lo probó. “Eso sí” dijo y lo voltearon a ver los socios que estaban más cerca. Para entonces ya no le impresionaba oler con la lengua el perfume dulce, acaramelado, del pan integral y la tierra de los granos; o reconocer con sus pupilas gustativas el tufo a procesado y almacenado del salami. El queso no olía a nada, ni a refrigerador, a pesar que lo paseó por toda la boca para respirarle el gusto; las verduras le remitieron sin duda la pestilencia de un trapo sucio con el que el cocinero se había limpiado las manos antes de colocar el pepino rebanado y la zanahoria rayada sobre la lechuga italiana de su Club Sándwich. La esquina de servilleta que alcanzó atrapar en la primer mordida  le reveló el inconfundible aroma de los papeles higiénico baratos. Emocionado con la feria que sus sentidos le estaban ofreciendo, se sintió muy tentado a lamerles el cuello a las Secretarias Kayan para repasar la tabla periódica y descubrir cuál mezcla de hidrocarburos y alcoholes o fenoles generaban el mejor deseo de seducción traducido en perfume;  o chuparles los sobacos a los secretarios deportistas para conocer cuál era la marca de desodorante que huele mejor y dura más. Mordió un bolígrafo esperando ser el primer secretario del mundo en descubrir el olor de la tinta al probarla, pero no lo logró. A cambio consiguió una de esas grandes manchas, de las difíciles de remover de cualquier superficie. Frustrado por no poder experimentar y aburrido con el tema de una compañera secretaria que no dejaba de hablar, ni dejaba hablar a nadie, fue por primera vez consciente del olor de sus dientes. Por primera vez olfateó la fragancia enlatada de su carrillo; olió la grasa de su paladar duro y sus rugosidades; olió el perfume de flores rancias y amarillas de su paladar blando y hasta imaginó el olor de su cráneo sin necesidad de buscarlo con su foramen naso palatino. Las amígdalas le apestaban a formol y a vinagre. La base de la lengua le olía a almohada y el frenillo lingual a besos entumidos. Los conductos de Warton olían a lo único que le podían oler, a baba. El periostio olía a hueso amarrado y los ligamentos a plástico. Su rafe olía a los dientes de Confianza y su úvula a azufre. La lengua, con sus siete músculos olía dulce y salada, amarga y ácida. Los estreptococos hedían a caries y los gramn negativos a la putrefacción de la orgía bacteriológica que le producía el mal aliento. Su diente recién quebrado olía a la desmineralización del esmalte y su dentina al removedor empleado en los talleres de serigrafía para limpiar los bastidores. Y los pelos de su lengua, porque sí, Mi Secretario tenía la lengua llena de pelos como todos los demás, olían a humedad y a caspa y a puntas quebradas


Cuando salió de la Sala de Junto sintió un abrumador alivio. En el camino de regreso a casa, montado de nuevo en su bicicleta, recibió el cotidiano y estrepitoso devenir de la ciudad. Vio volar sobre los árboles las ondas sonoras de las sirenas de las ambulancias y los colores opacos de las voces gastadas de los vendedores ambulantes en las consecutivas esquinas. Vio el ruido mecánico de los motores que inundaban con neumáticos el caudal de las avenidas. Sintió la incandescencia de la luz del sol sobre los hombros y el apretado y cansado concreto hidráulico que carga toneladas de un instante a otro. La marcha forzada de los estudiantes que ingresan a las aulas a las siete de la mañana, seguido del paso redoblado de los niños de las primarias que entran a las ochos y la frenética carrera de los padres de familia y demás trabajadores que tienen que checar antes de las nueve. El civilizado hormiguero donde desfilan las señoras obreras amas de casa cargando sus 15 kilos de frutas, verduras y carnes. Recibió de golpe la presencia de los zánganos sociales que sólo aportan la continuidad de la especie de niños pidiendo limosna en las ventanas de los coches detenidos por el semáforo sargento.

Sentía viva la ciudad; con las vías respiratorias limpias a esa hora del día y evitándole los bochornos de las horas pico y con las arterias de circulación fluidas manteniéndole estable la presión. Sintiéndose vivo él mismo también, reiteró las propiedades del agua a cada trago que daba a su bidón. Olió con la punta de la lengua el fresco aroma de la yerbabuena sintética de su goma de mascar y el adictivo olor de la dextrosa natural. Y de repente saboreó en sus manos el metálico e insípido aluminio del manubrio. Maravillado con las posibilidades que esta nueva fusión sensorial le ofrecía se apresuró a llegar a casa para probar palmo a palmo los dulces senos de Confianza, sabor a pera. Para degustar a puñados el duro algodón de azúcar que era el pelo blanco del Señor Barrigas, para probar a manos llenas todo lo que tenía al alcance, empezando por la vetusta y echada a perder cadena que se zafó de la estrella. Continuando con la llanta sabor a ligas y a basura. Concluyendo con el salado líquido que limpió de su frente al terminar. Quería saborear cada centímetro lineal del amor dejado en la cama, las perillas de caramelo de las habitaciones; esperaba descubrir el suculento sabor a flan del sofá y el burbujeante y juguetón gustillo del televisor. Ansiaba disfrutar el exquisito maridaje de sus libros sobre los estantes, con sus pastas de oblea y sus hojas de hojaldre. Quería devorarse de una sentada su periódico de moreliana. Y regresar a Confianza, siempre regresar a Confianza, para comerse con las uñas la esencia de sus parpados sabor a nube, para lamerle el vientre de malvavisco con la palma entera, para paladearle los suaves muslos de jamón con las yemas de los dedos, para probar sus pezones de aceituna, para morderle el sexo sabor a selva negra.

Mientras sus minúsculos corpúsculos de Meissner se deleitaban con ese suculento manjar, lo sorprendieron sabores que no esperaba. El 12% de su peso corporal conformado por el único ropaje con el que llegó al mundo, su piel, realizaba su trabajo de degustación de la realidad. Primero reconoció el sabor del vino agrio de 1827 que anudó su corbata, el mismo año que quedaron registradas las 22 distintas maneras de anudarla en L'Art De Se Mettre La Cravatte, luego descubrió un dejo de Kebab Donner en la solapa del saco gris. Enseguida percibió para infortunio de ese día, el cual irónicamente podía catalogar como Jueves Negro, el inconfundible sabor de la sangre pegado a su pecho sobre su camisa dorada, la cual sabía a nacionalismo, por supuesto, y a algodón seco. Los puños le supieron a larvas y telarañas y libros rotos. El origen de su pantalón le develó historias de altamar, con pescados magros, botellas de ron y prostitutas. Los calcetines le sabían a gatos pardos remojados. Y los calzones, ah los halados calzoncillos de Mi Secretario, era lo primero y lo último que quería probar. Eran calzones de pastel de chocolate y cerveza; eran probaditas de granos de elote con jugo de naranja.


Cuando llegó a casa le hizo el amor a Confianza como nunca antes, viendo sus ansias con los oídos, sintiendo la emoción en su cuerpo al verla, oliendo la crema que se untaba después del baño a cada beso, probando sus místicos sabores al tocarla y escuchando por la nariz sus entrañas. Hicieron el amor con las ventanas y las puertas abiertas; hicieron el amor frente a ellos mismos, observándose desde los portarretratos en las mesitas de la sala; hicieron el amor apache; hicieron el amor a horcajadas; se hicieron el amor mutuamente; hicieron el amor por tener sexo, lo hicieron para ilustrar el Kama Sutra; descubrieron a sus sombras haciendo el amor; hicieron el amor como pornstars, hicieron el amor con amor, hicieron el amor como italianos; hicieron amor del amor, hicieron el amor despacito, luego hicieron el amor rapidito; y para culminar le hicieron el amor al amor.

Sentado a la mesa le llegaron a la nariz las discusiones que mantenían los granos de pimienta contra los granos de la sal con ajo, que se peleaban en una batalla mortal por quedarse en el gusto de la carne. Llegaron a su glándula pituitaria, sentada en su silla turca, los aterradores gritos del aceite que se desgarraba la piel sobre el sartén hirviente. De la tabla de cortar escuchó hasta el cornete superior los últimos deseos de los limones, antes de ser degollados, condenados a la horca y los rezos de los pepinillos para salvar sus almas antes de ser tasajeados. En la punta de la nariz se quedó el “uf, que calor” que la sopa de letras, con la que Mi Secretario jugaba al SCRABBLE, no cesaba de decir. Y escuchó el perfume de Confianza llamándolo delicadamente y escuchó a sus propias feromonas seduciéndola y escuchó el aroma de sus cuerpos al fundirse otra vez.

III

Tan entrado estaba Mi Secretario haciéndose el amor dentro de Confianza, que no se daba cuenta que en realidad se los estaban echando a ellos, como espectáculo holandés, los vecinos y las viejitas de la cuadra, esas que no veían con buenos ojos a nuestro amigo y no porque no lo estimaran o entendieran, sino porque ya no les funcionaban muy bien y las graduaciones de sus anteojos eran tan obsoletas como ellas mismas, esas viejecitas persignadas y adorables con cabeza de colación que, de hecho, cada que se acordaban de él rezaban un padre nuestro por la salvación de su alma en sus tardes de rosarios; tan emocionados los vecinos que, además de las apuestas que corrían a favor o en contra de él, determinando quién se vendría primero, no entendían –ni les interesaba entender- cuando Mi Secretario les hablaba del Emblema Maquizcohuatl y les confesaba que era lo mismo que acababan de presenciar por metiches, chismosos y voyeristas, lo que inundaba su esencia de tristeza, pena e irracionalidad.

Para tranquilizar su conciencia, nuestro Secretario, sigue un sencillo ritual: recién nacido de Confianza se dirige arrastrándose y gateando hasta la venta principal de la sala, esa que está frente al sofá, la que siempre deja abierta para darle al viento la libertad que necesita; una vez llegado se levanta y se estira lo más que puede bostezando y se queda ahí, parado, por más de cinco minutos con las piernas abiertas, parado, rascándose la cabeza, literalmente y parado, y acicalándose el pelo como gato vanidoso también, luego anuncia “vamos a comer”, cierra las ventanas, corre las cortinas y le pide la parada a su bicicleta que a esas horas del día va de la cochera a la sala, a la cocina, al cuarto de lavar. Más tarde saca del baúl de los recuerdos, arcaico y oxidado, al que bautizó con el nombre de El Mundo por escases de imaginación, su Álbum Fotornográfico y se los muestra a las viejitas, esas mismas que lo tratan de convertir cada que creen que se les presenta una oportunidad, se sienta entre todas ellas con su propia silla de bejuco y espera devoto a que terminen sus oraciones para pervertirlas utilizando la misma estrategia, en la primer oportunidad que se le presente: “¡Miren!, aquí es donde dormimos Confianza y yo, cada quien en la mitad exacta de su cama; acá está la foto de cuando comenzamos a querernos, ya se imaginarán. En esta otra están casi todos nuestros amigos en una reunión en la casa, es que a Confianza y a mí, pero particularmente a la cochinota de Confianza, nos gusta mucho que vengan a ver por ellos mismos cómo y cuánto nos amamos. Esa es mía nada más, de la pubertad, no me pregunten por qué tenía tantas espinillas a menos que realmente quieran saberlo. Esa es Milly. Esta del atardecer derritiéndose como mantequilla, es del día que nos terminamos de enamorar; esa otra, la del otro lado, la de la carretera, es para poder explicarles que nos amamos en todos lados. Esa es de cuando fuimos a decirle a Dios que nos íbamos a amar toda la vida como él manda. Esa de la chica desconocida no debería estar ahí, ni ustedes deberían haberla visto, ahora las tendré que matar…”, se tornaba malévolo y siniestro, se paraba en el asiento de su silla y empezaba a gritar y a brincar y cuando se daba cuenta que ya no le estaban poniendo atención se bajaba con rostro de seriedad, levantando las cejas lo más que podía y viéndolas por encima del hombro. Por último, camino de regreso con su silla, saca su billetera –que en ese momento, sin billetes, es cartera- y les explica a los jóvenes vecinos dónde esconder los preservativos para que no los encuentren nadie y cómo colocarlos: “Se necesita pegamento, una lija y los parches. Primero se levantan el pellejo para dejar la cabeza expuesta. Luego, con la lija, la tallan hasta arrancarle el olor a pescado y las descamaciones, la deben tallar hasta que queda muy roja y sobre todo para que esté completamente lisa. Enseguida se untan medio centímetro cúbico de pegamento; pero ¡atención! solamente en la cabeza y lo dejan reposar durante exactamente dos minutos. Entonces está listo para colocar el parche. Lo deben mantener apretado y firme durante otros cinco minutos, o hasta que esté seco y pegado. Por último, se aprietan el huevo derecho, o el izquierdo si son zurdos, hasta bombearse la erección ideal. Entonces están listos para parchar, con la completa seguridad de no embarazar a nadie”.

Tan emocionada estaba Confianza haciéndole el amor a Mi Secretario, entre las risas de los chiquillos de por allí, los que se dedicaban a espiarla, que no escuchaba sus propios gritos.

Confianza, su amor platónico, la madre sustituta de aquellos Edipos frustrados por el tamaño natural de sus pensamientos, la de los bellos dorados en el sexo; la que después de vestirse aún sigue desnuda debajo de su ropa interior. Esbelta como espiga de trigo, rociada cada mañana con el rocío de lúgubres pensamientos; Confianza la que se come el sabor de los calzones con toda la piel de la entrepierna, la que licúa sueños con esperanzas en la cocina para acompañar la comida. La cautivadora, que sin más problemas puede detenerse a conversar con los ancianos que se juntan en la esquina a tomar el sol, los relatos y fábulas de Mi Secretario Motecuhzoma, tlatoani contemporáneo que ordena desmontar el sagrado estadio del juego de pelota para jugar al imposible hula hula con los enormes anillos de piedra, tallados con serpientes y ramas. Tan enigmática que describe casi a la perfección la personalidad de cada uno de ellos, con el simple hecho de conocer la hora y el lugar de su nacimiento. Confianza, la que desarma la bicicleta de Mi Secretario para tender la ropa que sale empapada de la lavadora, como terminaba la de ella cuando se mojaba bajo la lluvia durante su infancia llena de magia e ilusión, montada como cirquera sobre el mal armado monociclo en el que recorre de lado a lado los lazos rojos y azules, en los que cuelga las cansadas camisas, los alegres pantalones y los aguados calzoncillos. Experta, además, en el arte del contorsionismo empleado al extremo en su cotidiano devenir,  doblando la realidad a punto de quebrarla, amarrando sueños con pedazos de serenidad, estirando el pensamiento y haciéndole nudos ciegos para tejerlos al centro de la memoria, memoria esquizofrénica que combina a la perfección con tres cubos de hielo y dos onzas de pasión. Confianza la simultánea, la que habita al mismo tiempo su espacio en la casa y vive en este cuento, mientras prepara el desayuno. La astróloga, la que contesta el celular con el oído izquierdo, la exitosa por excelencia al seguir al pie de la letra lo dicho por un poeta y escritor estadounidense. La administradora, que ingeniaba el modo de darle salida a las ocho ideas que sin falta siempre tenía en la cabeza. Confianza, el fundamento de toda relación social. La que mientras le sugiere al Señor Barrigas los cambios que debe realizar para ser pleno según su carta natal, le revuelve los huevos y le guisa la salchicha a Mi Secretario sin dejar, nunca, de ser ella misma.

Tan orgullosos de sí mismos estaban los dos, que de sí mismos se complacían cada mañana, por seguir su alma dentro de sus cuerpos y sus cuerpos tibios sobre la cama. Y de complementarse tan naturalmente, Mi Secretario escribiendo y Confianza leyendo en voz alta, Confianza enjuagándose la espuma bajo la regadera y Mi Secretario rasurándose las palmas de las manos;  Mi Secretario entrando en Confianza y ella recibiéndolo con el corazón abierto, lleno de amor, con los brazos abiertos, bien adiestrados en caricias, y con las piernas abiertas, imitando la danza eterna del mar. Y de entenderse, tan bien, al menos en lo que a cada uno le conviene. Como cuando Confianza usa los calcetines de Mi Secretario que luego deja tirados donde a ella misma más le estorban, para en la primer oportunidad reclamarle que siempre deja las cosas fuera de su lugar, como las hojas del árbol en el piso que deberían estar dentro de la bolsa de la basura, como el polvo que el viento traía, al que le gusta acostarse en la sala y sentarse en el comedor, y que debía –según Confianza- estar viajando por las tuberías del drenaje después de enjuagar el trapo y el trapeador, o como los dos caracoles que dicen llamarse Alfonsos, que viven en el helecho de la sala y que siempre se hacen los occisos cuando hacen el amor, y que debía Mi Secretario dejar en paz.

Tan conectados, también, mentalmente que podían adelantarse en responder lo que el otro quería saber. Por ejemplo:
Confianza: “¿Fuiste por la…”
Mi Secretario: “No. ¿Tú hiciste el…”
Confianza: “Claro”
Mi Secretario: “Ya se me va a terminar la…”
“¿Confianza?” dijo Confianza. “Yo creo que…”
“¡Ya sé! Ya sé que tú crees que…”
“Sí, mejor ni me digas. Ya no me quiero acordar.”

o de como cuando Confianza le dijo a Mi Secretario “Le quité los rayos a tu bicicleta y se los presté a una nube muy blanca que iba pasando por la ciudad”, lo que a Mi Secretario le parecía: “Excelente. Yo le quité las masas y te preparé unas pescadillas”, y Confianza: “Gracias pareja”. O como cuando Confianza y Mi Secretario convinieron prestarle los puños de la bicicleta al Señor Barrigas un día que estaba vencido, para que pudiera seguir peleando por recuperar su destino. O se animan, irremediablemente, ante los embates de la vida, ante las desilusiones inevitables que cada uno debe sufrir, los yang de cada ying, de las desavenencias de la mañana modorra, o de los caprichos de las dos y media de la tarde, calurosos y malhumorados, o de la tristeza de las noches sin luna para las cuales, Mi Secretario, quitó el poste de su bicicleta con la esperanza que los burócratas del Ayuntamiento se lo compraran y, además, colocaran fuera de la casa; “pero no le vayan a poner un foco muy fuerte” les dijo, “es que luego los pajaritos no van a poder dormir”; pero que a los burócratas del Ayuntamiento les parecía no sólo absurdo, sino irracional. O de los intentos frustrados para regresar las estrellas al cielo, las que se obstinaban en regresar a la tierra y caer con sus picos chuecos a los pies de Confianza. A veces, aunque se animaran, dejaban de intentar armar robots con las palancas; o desistían por completo de pintar cuadros alegóricos de sus sueños más vívidos, o dejaban de ponerse el casco para leerse, ellos mismos, el pensamiento. O se subían a las ruedas de la fortuna, que los hacían subir y bajar según su suerte, o los llevaban casi hasta donde ellos quisieran. Y hasta dejaron de saber qué hacer cuando, el uno al otro, se liberaron de las cadenas que los ataban al estancamiento, al celo y a la obstinación.

Entonces, pero no sólo entonces, Mi Secretario abrazaba a su novia, su Confianza que le decía que algún día todo sería mejor, por la cintura y le decía al oído: “te quiero tanto como el resultado de multiplicar los pelos del Señor Barrigas por 300 mil millones de besos”; y Confianza con una gran sonrisa le respondía: “pues yo te quiero más que todas las vueltas que han dado las ruedas de las bicicletas, desde que la inventaron”.

“¡Híjole! Eso sí es un montón. Pues entonces yo te quiero como estrellas hay en el firmamento. ¿Cómo ves?” dijo, desesperado por ganar, Mi Secretario.

“Bueno, depende de cuál estrella pongas en primer lugar y de la relación de nodos y cuadraturas que elijas como mejor combinación. Así me podría dar una ligera idea de si realmente me quieres” le dijo Confianza a Mi Secretario mientras lo apretaba a ella. “Yo te quiero un puntito más de lo que tú digas” y sonrió pícara.


6 comentarios:

  1. Yo quiero ser más Feliz, más Joven, más Sabia, más todo... Sr. Secretario con estas letras tan suyas he decidido que me hace falta una bicicleta :D

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. En cada arruga vivirá, entonces, una experiencia que le contarás a tus sobrinos Tia Chofi. En cada vuelta de las llantas nacerá, entonces, una oportunidad para vivir y revivir la vida.

      Eliminar
  2. Esos sentidos desbordados en sensaciones me cautivaron!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Es la única forma de hacer el amor.
      Es la manera más adecuada para intentarlo...

      Eliminar